De qué hablo cuando hablo de muchedumbres: Día en Nikko.

No se puede decir que estuviésemos agobiados en Tokio y necesitáramos escaparnos en el primer tren hacia el campo, ya que una de las ciudades más grandes del mundo rezuma una tranquilidad inusitada. Parece como si los japoneses fueran grandes sumideros de estrés y ruido que canalizan lo peor de las capitales mundiales. Todo queda contenido tras una sonrisa amable que incluso le pone a uno nervioso, como si de pronto fuera a reventar una presa llena de angustia acumulada durante décadas.

Nikko fue la localidad elegida para estrenar nuestros pases ferroviarios. Durante tres semanas podíamos entrar y salir de cualquier tren tan solo con enseñar al revisor nuestro carnet, cual bobos que se sienten importantes porque les cuelga del cuello una tarjeta en la que alguien escribió VIP. Quien inventara el término no se contentó con que la persona fuera importante, IP, tuvo que añadir uno de los adverbios más dañinos que ideó el ser humano: muy, junto a los adjetivos mucho o poco. No se me ocurren palabras más vagas y vacías, ya que todos utilizamos las mismas, pero con significados muchas veces contrapuestos.

Escribirla en forma de acrónimo junto a las palabras persona importante en una tarjeta y colgársela del cuello solo parece comparable a crear el carnet de persona muy inteligente y exhibirlo por ambientes intelectuales. Pero lo más descorazonador proviene de querer sorber y soplar al mismo tiempo, haciéndonos creer al vulgo que somos importantes porque pagamos un euro más en el cine y en vez desde una butaca azul, vemos la película sentados en una butaca roja que se denomina VIP. El elitismo de masas podría resumir una corriente filosófica fruto de una noche loca entre Ayn Rand y Fiedrich Engels.

Aunque con nuestros flamantes salvoconductos evitábamos todo tipo de colas, no podíamos asegurarnos asiento, así que nuestro primer viaje en Shinkansen (tren bala) fue de pie, como quien monta en un tranvía para cruzar una ciudad pero termina por viajar unos cientos de kilómetros. Colgado de un brazo y con una visión cenital de los viajeros, me fijé en una familia joven de clase media. Él, menudo y con gafas, no se despegaba de su ordenador portátil, algo anticuado y en el cual parecía realizar tareas laborales. Iba pasando de una cosa a otra con rapidez pero sin inmutarse ni girar la cabeza un milímetro. Las emociones de ansiedad invisible ya las añadía yo e imaginaba como se levantaba tranquilamente hacia el servicio y volvía con una cinta en la cabeza y una catana gritando de forma chillona mientras descuartizaba todos los pasajeros que pudiera antes de suicidarse dignamente.

Su mujer, de apenas treinta años, jugaba con su hija de dos años de edad. Movía sus rodillas para balancear al bebé que sostenía una estrella de papiroflexia probablemente confeccionada por su madre. Unas incipientes canas brotaban díscolas y contrastaban con un pelo lacio y uniforme. Durante todo el viaje ni se miraron un segundo. Un muro invisible de aire los separaba. Ya habían cumplido engendrando una niña, ahora podían vivir vidas separadas bajo el mismo techo.

La estampa no parecía muy alegre, pero puede que sea yo quien proyectaba sobre ellos y sin querer viejas canciones de Radiohead en las que se trataba la alienación de la vida moderna y todas aquellas críticas que tan bien quedan con veinte años, pero que en realidad ni solucionan ni sirven para nada. Con cierta facilidad, en seguida se culpa a una clase media menguante, hastiada porque no disfruta de su vida y no se siente realizada. La rutina de comer todos los días parece que no basta y nos cansa. En cambio, con un cierto cinismo, nos quedamos tranquilos al observar las sonrisas impolutas de niños africanos que viven entre polvo y mugre como si fuera algo profundo y el cúlmen de la felicidad.

Tras pensar que seguir observando a la familia traspasaba la fina linea que separa el decoro de la impertinencia, saqué la guía de viajes y me puse a leer sobre la historia de Japón.

Desde finales del siglo XII, a causa de las guerras Gempei, comenzaron en Japón tres eras dinásticas o periodos, llamados también shogunatos, en los cuales el emperador era un mero títere y el poder político lo ostentaban regímenes militares encabezados por un caudillo o shogún.

El último shogunato, periodo Edo o Tokugawa, comenzó a principios del siglo XVI y terminó a finales del siglo XIX con la restauración de la monarquía y posterior occidentalización.

La apertura decimonónica supuso para Japón lo que significó para España la Transición de los años setenta del siglo XX, con todas sus bondades y defectos. No hubo una revolución como la francesa que proviniera del pueblo y derrocara al régimen totalitario, sino que todo fue orquestado desde arriba. En España, cierto es que hubo elecciones, pero Francisco Franco murió, no fue derrotado como Luis XVI y en mi opinión, tal circunstancia ha desembocado en una sociedad civil más mansa y conformista en los casos de Japón y España en comparación con una sociedad civil francesa reivindicativa, quizá mitificada por la Ilustración.

En realidad, dicho efecto no debería existir, porque los japoneses del siglo XIX murieron hace tiempo y ya han pasado cuarenta años desde las elecciones de 1977, pero ciertos comportamientos incuantificables parece que perduran durante décadas o siglos, conformando una inercia que adquiere vida propia, o ¿es casualidad que el Motín de Esquilache, separado por más de dos siglos del movimiento 15M, terminara al igual que éste por asemejarse a una revolución dominguera, quizá explosiva, pero de muy poco recorrido y con pocas consecuencias reales? La revolución francesa también fue cercenada años después por un Napoleón totalitario, pero la monarquía quedó enterrada para siempre. Algo aprendieron.

Antes del 15M, un bipartidismo podrido campaba a sus anchas. Ahora sufrimos el mismo bipartidismo, pero cojo y manco, que sigue caminado renqueante y a su lado, una pierna y una mano mutiladas que no pueden andar solas.

Si se echa la vista atrás, el español que aguantó hambrunas y un sinfín de penurias durante el siglo XVIII y que finalmente se rebeló contra el Marqués de Esquilache por prohibir llevar chambergo y sombrero de ala ancha, no es muy diferente del de ahora, que después de soportar casi sin rechistar unos años ciertamente vergonzosos, se amotinará solo cuando algún ministro de hacienda iluminado suspenda La Liga por las deudas que tienen contraídas los clubes de fútbol con el Tesoro Público. Pero que nadie se preocupe, que los gobernantes de ahora son españoles de pura cepa, no los italianos que modernizaron Madrid durante el reinado de Carlos III, con lo cual saben que lo superfluo no se toca.

Sí, las inercias parece que, como su propio nombre indica, perduran. Y al igual que el misterioso espíritu de Di Estefano ayuda de alguna forma al Real Madrid actual a seguir ganando Ligas de Campeones, los japoneses, gracias a siglos de caudillaje medieval sin posterior revolución endógena, siguen manteniendo una relación muy fluida entre el mandar y el obedecer. Por eso, durante la Semana Dorada, equiparable a la Semana Santa española, poderes oscuros ordenan que todos los nipones se acerquen a ciudades como Nikko para venerar al mausoleo del primer shogún Tokugawa y por supuesto, todos obedecen.

Inmensas muchedumbres caminaban lentamente con el único propósito de llegar a encontrarse con más gente y Noe y yo nos lamentábamos por formar parte de ese proceso absurdo. Ella se resigna en pos del bien mayor que suponen los viajes, pero yo no alcanzo a poder evadirme de tantas almas cándidas juntas que rozan la piel como si uno intentara atravesar la Plaza Consistorial de Pamplona el 6 de julio. Eso sí, en un caso se terminaría apestando a alcohol sin probar ni una gota y en el otro se percibe el aroma de la nada, porque el sudor oriental parece no existir, lo cual se agradece.

Mientras Noe sacaba fotos a los tres monos de la virtud e intentaba consolarme asegurando que a la hora de comer todo estaría más tranquilo, yo me acordaba de la nefasta lección que aprendí un día durante una clase de ingeniería sanitaria en la que se hablaba sobre los microorganismos presentes en la aguas residuales y cuya concentración es de en torno a 108/100 ml. El profesor comentaba que si se eliminaban el 99% de dichos organismos, cantidad aparentemente considerable, se seguiría teniendo una concentración de 106/100 ml. Tal operación me sigue perturbando a día de hoy y de vez en cuando la repito con la calculadora para cerciorarme de que sigue siendo cierta. Es decir, aunque se fueran a comer el 99% de los japoneses presentes en Nikko, seguiría quedando una cantidad inabarcable de ellos. Quizá ese día en la universidad fue uno de los más penosos de mi vida. Una terrible losa cayó sobre mí, provocando un inmovilismo que se podría tildar incluso de nihilista, pero a la vez resulta reconfortante saber que muchas veces es mejor no perder el tiempo en intentar eliminar al supuesto contrincante y comenzar a convivir con las miserias, ya sean coliformes fecales, políticos corruptos o cualquier incordio. Al fin y al cabo, quizá un comportamiento manso y conformista no sea tan funesto después de todo.

Tras salir de la corriente humana, desistimos de visitar más santuarios y decidimos pasear por las calles residenciales vacías. En cualquier momento podría aparecer una colegiala corriendo en busca de su amado mientras un pétalo de cerezo cubriera en primer plano el paso de un tren con música de fondo y comenzara así una película de Anime japonesa cualquiera sobre algún introvertido inadaptado. Me hizo ilusión pasear por las mismas calles que tantas veces había visto representadas en el cine o en los dibujos animados vistos de niño y no tan niño. En realidad, tampoco son tan diferentes de las de cualquier país occidental, pero sí se desprende cierta sobriedad y sensación de limpieza y poco uso que en ciudades desgastadas como Roma no se existe. En algunos países incluso cuesta imaginarse que las calles alguna vez se estrenaron, ya que da la sensación de que siempre fueron de segunda mano aun cuando se construyeron.

En los pueblos de Japón parece como si se caminara dentro de un eterno decorado y las personas con las que se cruza uno en un momento dado, al final de su jornada laboral, dejasen de ser figurantes y regresaran a sus casas de verdad, aquellas que nunca logramos realmente ver.

Comenzamos a pasear por la margen izquierda del río Dayda, solos, con el ánimo renovado por no tener que seguir con la ardua tarea de archivar cara tras cara de las miles de personas encontradas a nuestro paso para hacerlas formar parte de un banco de datos que debería permitirme distinguir a los japoneses del resto de los habitantes de Asia.

Nadie quería seguirnos por aquella vereda de la paz y tranquilidad, custodiada por pequeñas estatuas de piedra con baberos, gorros y bufandas rojas tejidas a mano. Se llaman Jizo porque representan al bodhisattva o ser iluminado con del mismo nombre, que protege tanto a los viajeros como a los niños. Muchas madres ofrecen sus confecciones para que la gélida piedra no pase frío y agradecer así que su hijos hayan sido curados o cómo recuerdo de su tremenda pérdida. Las reminiscencias de relatos amargos se mezclan con finales dichosos sin poder distinguir cual era cual. A veces, el paso del tiempo erosiona las estatuas, dejándolas sin rostro, sin facciones. El liquen reconquista lo que un día perdió y la piedra gris clara se oscurece a retales. En otras ocasiones, las tallas simplemente se derrumban o medio desaparecen, como si cansadas de proteger se desmarcaran de sus funciones, cada una a su ritmo, pero los complementos bermellones siguen recordando que bajo ellos hubo una vez un Jizo esplendoroso.

Con los últimos rayos, volvimos sobre nuestros pasos hacia la pequeña estación de tren de Nikko, la más antigua de Japón y diseñada para nuestra sorpresa por el mismísimo Frank Lloyd Wright. Lejos de impactar o impresionar, el edificio pasa desapercibido como una estación de tren más. No tiene aspecto de paloma, de vagón de tren o de cualquier horterada que se le pueda ocurrir a quién vino a este mundo exclusivamente para dejar huella. Algunos necesitan pensar en el entorno y no buscan que su obra se deba reconocer a leguas de distancia a modo de marciano blanco como el que aterrizó en Oviedo y dejó por los siglos de los siglos una horrenda panorámica desde el monte Naranco. He de decir que el edificio en sí no me disgusta, pero está encajado a calzador en una parcela demasiado pequeña, asemejándose a un escarabajo desproporcionado y oprimido que no puede desplegar sus alas. Parece como si Calatrava se hubiera imaginado su edificio y muchos años después lo hubiese plantado en Oviedo, aunque bien podría haberlo hecho en Villanueva de los Infantes o en Sebastopol. Este efecto no se observa en la estación de tren de Nikko, cuya belleza reside precisamente en que en ocasiones ni siquiera se incluya como parte de la obra de uno de los arquitectos más afamados de la historia, intentando obviar que alguien tan grande dedicara su tiempo a tales nimiedades, como el hijo no reconocido de cualquier prolífico amante que años después de su muerte aparece en escena reclamando su parte de la herencia.

Mientras Noe seguía con su costumbre anacrónica de escribir postales junto a un buzón, yo me encontraba sentado en un muro observando la fachada de una obra menor de un gran artista. Los dos esperábamos un tren que nos devolviera a Tokio. En esta ocasión sí fuimos sentados y con la garantía de que por una vez cambiaríamos el ajetreo del campo por la tranquilidad de la ciudad.

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