Al parecer, fue William James, psicólogo estadounidense, quien introdujo a finales del siglo XIX el concepto de que la monotonía de los recuerdos acorta los años, que el atropello de los días se debe a ajetreadas vidas llenas de rutinas repetidas. Con el tiempo, el cerebro deja de percibir su entorno porque ya lo conoce, aliviando así la vida que lo rodea y haciéndola desaparecer de nuestra memoria.
Solo las experiencias nuevas son capaces de retrasar el ritmo trepidante, ya que las neuronas necesitan gastar más energía en recordar cada nuevo detalle para atraparlo. Se detienen a observar en vez de pasar de largo a toda velocidad por un paisaje trillado.
De esta forma se explica la elasticidad del tiempo con el paso de la vida y cómo los años interminables de infancia y juventud dan paso a una existencia que parece que solo consta de dos momentos: el de despertarse y el de irse a dormir. Todo lo que queda a ambos lados del tránsito diario parece como si en realidad no contara.
Por otro lado, se encuentra la teoría antagónica y popular de que el tiempo vuela cuando se divierte uno y se detiene con el bendito aburrimiento, una de mis palabras favoritas y condición que tanto anhelo, quizá por su escasez. Porque el tedio ya no existe, porque incluso en el pueblo más remoto y apartado se dispondrá de una agenda de actividades desenfrenada gracias a la necesidad de sentir que se exprime el tiempo al máximo, como si fuésemos naranjas en un puesto de zumos.
Se le tiene miedo a mi amigo inseparable de la infancia, al que tanto echo de menos ahora, porque el aburrimiento ha sido repudiado y condenado al exilio cual enfermedad infecciosa.
Cuando me tachan de aburrido, sonrío y me lo tomo como el mayor de los cumplidos, porque ya no tengo muy claro qué significa la palabra divertido si absolutamente todo debe serlo. Por lo menos, el hastío parece una sensación real e íntima. Casi nadie presume de ella y solo se puede disfrutar con un selecto elenco de personas. Parece incluso algo exclusivo. Pero todo llegará. Algún día los soporíferos estaremos de moda y cualquier empresa se empeñará en que publicite yogures y chicles entre palabra y palabra. Solo espero resultar más sutil que muchos de los famosos actuales.
Cuánto aburrimiento pasado que quedó embotellado se ríe de la diversión presente, insaciable, que todo lo fagocita, mientras recuerda la teoría de la utilidad marginal decreciente, propia de la ciencia económica, pero aplicable a la sociología e incluso a la psicología.
Si bien la teoría la estudié en tercero de carrera, en la única asignatura que versaba sobre economía, sus principios los aprendí de niño un día volviendo en autobús a casa desde el colegio.
Atravesábamos el páramo cuasi mesetario que separa la localidad de Izarra de la ciudad de Vitoria donde vivíamos. Nos acaban de entregar las notas y un amigo me comentaba que seguramente le regalarían una bicicleta porque esta vez había aprobado todas las asignaturas. Con la lógica propia de los niños, pensaba que a mi, que siempre había sacado buenas notas, me regalarían entonces una bicicleta, un monopatín y un balón de reglamento marca Tango. Por supuesto no fue así y caí en la cuenta del poder de la utilidad marginal decreciente. Mis padres, acostumbrados a las buenas notas, ni las disfrutaban, ni las apreciaban, como quien pasa delante del Modigliani que tiene en el pasillo de su casa todo los días sin inmutarse. La utilidad marginal decreciente es la gran trampa de occidente y su vez su motor, porque todo el mundo sabe que el enésimo par de zapatos no satisface lo mismo que el primero. Resulta incluso demagógico mencionarlo. Necesitamos el doble para saciar la mitad. Los mismo ocurre con los cigarrillos, el alcohol, el dinero o la diversión.
Al final, el rácano y soso que nunca compra nada, ni hace nada se podría considerar como un visionario, el único que sabe defenderse y se encuentra inmunizado frente a la utilidad marginal decreciente, si no fuera porque también cuanto más se aburre uno, más lo necesita.
Durante aquella epifanía pensé en comenzar a suspender adrede para luego volver a sacar buenas notas. Por un lado haría un favor a mis padres, insuflando ilusiones nuevas al ver sobresalientes después de sufrir suspensos y de paso renovaría mi bicicleta. Nunca llevé a cabo mis planes porque mis conspiraciones son meros juegos mentales que no suelen hacerse realidad, pero desde dicho día sé que el contraste lo es todo, que el valor absoluto a veces ni existe y que la importancia de casi todo solo existe cuando se compara. Sin contraste no hay salvación.
Recordando los viajes en autobús entre Vitoria e Izarra, nos bajábamos en la Plaza de Nuestra Señora de los Desamparados y probablemente mi madre nos estaría esperando a mi hermana Ana y a mi para tomar la calle Independencia y llegar al número 14, justo enfrente de la Plaza de los Fueros, empedrada y que albergaba un frontón con gradas deprimidas respecto de la rasante de la calle. Subíamos en el ascensor, merendábamos y yo hacía los deberes antes de ver los dibujos sin que me tuvieran que mandar nada. Todo ello con aires petulantes frente a la plebe que suspendía por no llevar una vida tan ordenada como la mía. Parecía el triste empleado que termina por preocuparse más que el dueño de la empresa por los designios de la misma.
Por la noche tocaba bañarse y enfrentar los espejos del armario del cuarto de baño lo suficiente para ver infinitas repeticiones de un mismo, girando en una curva que desaparecía mucho más allá de nuestra habitación, si es que nuestras proyecciones podrían realmente traspasar la pared.
Hubo un tiempo en el que dicha habitación pertenecía solo a mi hermana Ana y yo disfrutaba de la mía propia adyacente, pero un día el hueco dónde antes existía una escalera de caracol que subía hasta un estudio quedó sellado. No es que mis padres, hartos de tener que bregar con nosotros, se independizasen, dejándonos a nuestra suerte en el piso de abajo mientras ellos ocupaban el de arriba. Decidieron vender la estancia que utilizaban como habitación y expropiar la mía, obligándome a compartir la de mi hermana Ana.
La retirada de la escalera fue una gran pérdida, no solo por dejar de subir y bajar por algo tan excepcional como una espiral ascendente que ofrecía unas vistas inmejorables del pasillo de entrada, sino porque los muñecos perdieron el lugar desde donde quedar colgados cual adornos navideños, asemejándose al bosque Aokigahara, conocido como el bosque suicida de Japón. Sin duda sería una gran bienvenida para las visitas, pero antes moriría mi madre que obligar a presenciar tal espectáculo siniestro a sus invitados.
En aquella época, supongo que como reminiscencia de generaciones y costumbres pretéritas, todavía se reservaba un hueco del salón para colocar toda una serie de botellas de destilados varios que nadie bebía en una bandeja redonda plateada. Nunca vi a mi padre servirse una copa de coñac cuando llegaba del trabajo, o a mi madre cuando nos recogía del colegio y necesitara una ayuda adicional para pasar la tarde mientras sonaba de fondo: “whatever gets you through the nigth, it’s alright”.
Una de las botellas más enigmáticas no era de vidrio, sino de cerámica marrón, sin que se pudiera ver el contenido. Destacaba junto a las demás, todas transparentes menos ella y debía esforzarme para no caer en la tentación de pensar que la botella también era transparente, con el licor pareciéndose a un espeso caldo viscoso con textura arenosa y poco apetecible. No recuerdo que nunca se le diera uso al mini bar, de modo que jamás pude comprobar el contenido real de aquella botella marrón porque aunque abriera el tapón y ojeara por dentro mientras la agitaba con cuidado, solo veía un fondo negro tan vasto como el de un profundo pozo desde el cual se refleja una luz grisácea. Se me podría haber ocurrido coger un vaso y servirme un poco, pero me preocupaba que entrara mi madre en cualquier instante y dejarla traumatizada para el resto de su vida.
Las tardes soleadas las pasábamos en la plaza de los Fueros, que poco tenía que ofrecer a los niños salvo un erial granítico que destrozaba las rodillas si se caía uno. La irregularidad del piso impedía patinar o andar en bici cómodamente, así que filosofar parecía lo más adecuado para un niño de 1983 con tendencias a apagarse.
Una duda recurrente me surgió, ¿prefería perder algo o que se rompiera? Ese día me pregunté si prefería perder un juguete con la potencialidad de encontrarlo o conservarlo, pero inutilizable. Nunca supe que contestar, ya que las dos situaciones me frustraban. La primera quizá se asemeje más al idealismo y la segunda al conservadurismo. Parece claro que ambas opciones tienen su lado frío y cálido.
Por un lado, preferir perderlo resulta pragmático para el estado de ánimo, en cuanto a que se prescinde de vivir con el objeto valioso de uno con tal de albergar una pequeña esperanza de recuperarlo después. Toda la pesadumbre sale de uno mismo y se proyecta en un futuro incierto. Resulta incluso cercano a lo religioso de algún modo. También es cierto que se trata una premisa algo ingenua, quijotesca, menos ceniza, pero que posiblemente nunca se llegue a cumplir. Se borra el pasado y solo se mira al frente. Se vive en el limbo, en el aire. Se trata de una huida hacia delante sin llegar nunca a afrontar ni aceptar la separación forzosa.
La segunda postura parece racional, resignada, la que escogería Sancho Panza y todo el refranero castellano: ‘Mejor pájaro en mano que ciento volando’. Uno se conforma con vivir junto a las cenizas que quedaron tras el incendio, sin mirar más allá de unas fronteras limitadas por el entorno más inmediato. Uno se aferra a la renuncia, pero también contiene su lado humano y altruista, en cuanto a quedarse con algo que en realidad no vale para nada. Se trata de la anti-potencialidad, la potencialidad inversa, la retro-potencialidad. Se vive de la nostalgia, del recuerdo de un objeto sin ninguna expectativa futura.
Aun hoy en día, me veo incapaz de decidirme por una de las dos opciones, pero me hubiese gustado haberlo podido debatir en un corro con otros niños. Quizá hubiera servido de entrenamiento o preludio de lo que sucedería años después con los círculos asamblearios morados que se inventaron unos coetáneos para intentar tomar el cielo al asalto y por ahora fallar.
Unas navidades, junto a las misteriosas botellas, a mi madre se le ocurrió montar un pequeño y sencillo nacimiento con las muñecas Barriguitas de mi hermana Ana. Yo no estaba conforme y quería haber colocado el tradicional Belén que ocupaba medio salón, con el castillo de Herodes en un alto, el papel de plata fluyendo como un río, el musgo cubriendo praderías y toda una serie de figuras desparejadas de diferentes escalas que tanto abundan en la tradición belenísitca casera. Algún obsesivo, incapaz de soportar la falta de perspectiva, puede que intentara ordenarlo todo según tamaños para que el punto de fuga celestial se centrara en el pesebre, pero no era yo. Bastante carga suponía conseguir que todo se mantuviera en pie con mi nula habilidad para las manualidades.
Como acto protesta fundamentalista y al grito de: ‘¡El Belén es grande!’, decapité a todos los muñecos ante el estupor de mi madre. Después me arrepentí y me dio pena ver al niño Jesús sin cabeza junto a sus padres sin que nadie pudiera mirar a nadie. A las muñecas se les podía volver a poner las cabezas, pero el daño simbólico ya estaba hecho. Como algunas palabras, que nunca pueden volver a su origen y enquistadas, gangrenan nuestro interior.
La navidad siguió su curso y aunque ya sospechaba que los reyes eran los padres, la ansiedad era tal que me era imposible dormir el cinco de enero. El óbito de la inocencia se acercaba en forma de cruentas batallas, posiciones perdidas y posturas sitiadas, pero cada noche de reyes suponía una tregua, quedando la ilusión intacta. Esperaba que las facilidades que les daba a sus majestades, incluyendo en la misiva correspondiente hasta el número de referencia de los juguetes que quería, sirviera para algo, pero siempre se equivocaban y pocas veces recibía lo pedido.
Después de las fiestas, gracias a unas copiosas nevadas, no pudimos volver al colegio hasta mediados o finales de enero. Lo que ahora parecería inaudito y provocaría un foco exagerado en los medios de comunicación, amén de querellas contra las autoridades por negligencia, de aquella no nos importó demasiado, porque una quincena encerrado en casa daba de sí para desarrollar mucho aburrimiento.
Mi padre sí fue a trabajar. Su puesto en la calle Eduardo Dato quedaba a unos centenares de metros y quizá por esa razón nunca estuvo a gusto en dicho piso. Sus agobios laborales le quedaban demasiado cerca de casa y notaba su presencia a todas horas, como un foco radiactivo del cual conviene guardar una distancia prudente. Es verdad que alejarse físicamente de los problemas ayuda, lo que provocó que acabáramos viviendo en un pueblo de las afueras de Vitoria, en Murguía.
Si se atravesaba la calle Eduardo Dato y se seguía por la calle Florida, se llegaba al boulevard Santiago Ramón y Cajal, lleno de castañas pilongas, la cuales contenían una misteriosas sustancia que afectaba a la hormona del crecimiento si se probaban, o eso argumentaban los padres. Algunos días, los interminables paseos con zapatos ortopédicos, seguían hasta la calle Luis Heintz y a las pasar delante del Colegio Santa María, mi padre nos contaba anécdotas de los años que pasó interno junto a su hermano mayor. Me encantaban las historias en gris llenas de travesuras, frío, lluvia y amargas despedidas después de que mis abuelos los visitaran, o la sonoridad del nombre del profesor al que más hacía referencia: Don Celedonio. Lo que no recuerdo bien era sufrir de pies planos, ni la razón por la cual una generación entera calzábamos zapatos ortopédicos.
Mis hermanas y yo no vivimos la austeridad y disciplina que vivieron mis padres. Todos los días compartíamos mesa con ellos en la cocina, que puede que fuera el lugar más recordado de aquel piso. Una puerta estilo taberna del oeste separaba la parte dónde se cocinaba de la parte donde comíamos y cenábamos. Una noche, mientras ingería un huevo frito pregunté a mi padre ¿qué era un ordenador? Supongo que Steve Jobs estaría planeando sacar al mercado el primer Macintosh y de alguna forma llegarían los ecos a nuestros oídos. No recuerdo ver el famoso anuncio inspirado en el imaginario de George Orwell, pero al parecer, según mi padre, el ordenador consistía en una máquina que recibía órdenes y las ejecutaba.
-¿Cómo un esclavo?- le pregunté de nuevo.
– No, todavía no puedes responder con metafísica porque no has visto Blade Runner, pero mañana os llevaré a ver Jaws 3D a los cines Florida que seguro que os gusta más y así no tendré que preocuparme de que os ahoguéis en la playa en verano porque no querréis bañaros. Por cierto, tú serás el esclavo de los ordenadores, no al revés.-
Y tanto que me gustó mucho más la película sobre un tiburón sanguinario, y tanto que terminé por ser un esclavo de los ordenadores.
Jaws 3D sin duda se trata de la peor entrega de la tetralogía, pero no hay plan mejor para un niño que ver basura cinematográfica acercándose en tres dimensiones y encima con el derroche de ingenio que supuso utilizar el tres tanto para indicar que se proyectaba en 3D como que era la tercera parte. Ver treinta años después como la foto de un tiburón que se acerca a trompicones provoca terror a los visitantes de un acuario submarino resulta tan delirante como el argumento, que nada tenía que ver con las otras tres partes.
Pero la cocina guardaba una nueva sorpresa y no era otra que un diminuto dormitorio con baño encajado a calzador y que ocupó mi abuela materna durante el difícil embarazo que trajo al mundo a mi hermana Lucía y que provocó grandes estancias de mi madre en el Hospital de Txagorritxu. Aunque mi madre era mucho más joven que la mayoría de primerizas de hoy en día, supongo que cada época tiene sus limitaciones sobre la percepción del riesgo. Entonces, con poco más de treinta años, ya no se consideraba que una se encontrara en condiciones óptimas de tener más hijos y con demasiada facilidad el embarazo se clasificaba como de riesgo.
El cuarto era tan estrecho que disponía de una pequeña cama blanca con ruedas que quedaba medio escondida durante el día y se deslizaba por la noche. En las sucesivas mudanzas dicha cama nos acompañó y terminé por encariñarme con ella, porque fue donde dormí durante los próximos quince años. Su blando somier de muelles pronto fue sustituido por un tablón de madera que consiguió, por lo menos, no empeorar la mala postura de mi encorvada espalda.
En el cuarto de baño, más pequeño aún si cabe, una media bañera con asiento ocupaba la mayor parte del espacio. Fue ya de adulto cuando me di cuenta de que tal bañera no suponía un lujo a lo jacuzzi, tampoco la cama deslizante, sino que se trataba de soluciones cutres para espacios constreñidos. El concepto de la exclusividad se ve claramente alterado con los años. El plástico se intercambia por la madera, las muchedumbres por la soledad, el alboroto por la quietud y los colores chillones por tonos apagados.
Los meses que mi madre pasó en el hospital fueron una fiesta, ya que no resultaba difícil que mi abuela nos llevara a comprar golosinas después del colegio hasta alcanzar el empacho con lengua blanquecina incluida o qué entráramos a la histórica librería Linacero. Allí comprábamos cuadernos, gomas de borrar, lapiceros, carpetas, plumieres o libros para niños que en un mundo anterior al digital, hacían las labores de un teléfono móvil o tableta. Desde un largo mostrador, al cual no llegaba por altura, los dependientes despachaban la mercancía. Un día pasé de leer La Abuelita Opalina a Terror en Winnipeg, lo cual supuso un rito de iniciación, o lo que en kárate conlleva cambiar de color el cinturón. Realmente así fue, un cambio de color, ya que dejé atrás los libros azules para empezar con los naranjas. No solo disminuía el tamaño de la letra, sino que se pasaba de relatar las andanzas de una niña que se tiene que inventar una abuela porque no tiene una, a una trama llena de secuestros, terrorismo y crimen en un país tan lejano como Canadá. El siguiente paso hubiese sido leer los libros rojos, los de mayores, los que provocaban presbicia, pero nunca llegué a ellos porque mi vida a este lado del océano Atlántico se vio truncada.
Lamentablemente, la librería cerró y ya no ocupa una de las esquinas del cruce de la calles Independencia y Los Fueros. Aunque solo fuera de forma virtual y sin llevar dos copas encima, /su memoria vengué a pedradas / contra los cristales/, como lo hizo el flaco en un pueblo con mar, una noche de verano después de un concierto.
Lo que sí seguí leyendo fueron las Joyas Literarias Juveniles. Posiblemente la mejor colección de tebeos jamás creada para los niños que ahora nos deslizamos por la cuarentena. Suponía una buena aproximación a los grandes libros de aventuras de Emilio Salgari, Jack London, Robert Louis Stevenson, Julio Verne o Mark Twain. A la gran editorial Bruguera se le ocurrió la idea genial de transformarlas a un formato mucho más apetecible para un niño. Si bien las viñetas del interior nunca se dibujaban tan cuidadosamente como las de las insuperables portadas, por lo menos uno se hacía una idea del argumento general del libro en menos de una tarde.
Es más, algunas de las adaptaciones fueron de libros de Charles Dickens, con lo cual incluso los que reniegan de la novela de aventuras por considerarla menor, no pueden menospreciar del todo este gran trabajo.
Seguramente que la imparcialidad que tengo sobre los británicos en general y su siglo XIX colonizador en particular se deba a la editorial catalana. Reconozco que a primera vista no veo un imperio opresor, sino elegantes aventureros que regentaban clubs donde se fumaba en batín sentado en muebles de caoba brillante. Al igual que ocurría con los libros de Hergé, se trivializaban los desmanes de occidente y el racismo se encontraba a la orden del día, pero espero que mi supuesta racionalidad presente pueda convivir con mis recuerdos sin dejar de disfrutar de ellos. Intento juzgar dicha época sin caer en el argumento fácil de demonizarla completamente, más que nada porque nadie de los que estamos aquí puede garantizar que lo hubiera hecho mejor.
Algunos de los cómics, al no provenir de novelas de ficción como tal, sino que versaban sobre personajes históricos, véase: Lawrence de Arabia o Julio César entre otros, los firmaban escritores poco conocidos. El otro día, indagando, descubrí que los nombres de los olvidados novelistas Enrico Farinacci o Eliot Doyle no solo correspondían a pseudónimos, sino que ambos pertenecían a la misma persona, Enrique Martínez Fariñas. Supongo que los jefes de la editorial pensarían que un nombre corriente para nosotros, sin mucho empaque, no engancharía a los jóvenes. Sin embargo, su italianización, que parece más enigmática y glamurosa sí convencería. No deja de ser absurdo, pero funciona.
Mi madre seguía ingresada en el hospital. Lo que podría haber tenido consecuencias nefastas y que tuviera una hermana menos, lo viví como viven los niños las preocupaciones de los adultos, sin importarme lo más mínimo. Además, mi padre pasaba mucho tiempo en el hospital, con lo cual los fines de semana transcurrían encerrados en casa, sin nada que hacer, sin ningún plan que supusiera esforzarnos o abandonar mi cuarto, mis tebeos o el mapamundi iluminado que me habían regalado por mi cumpleaños.
El aburrimiento, mi plan favorito.