Las operaciones estéticas casi nunca logran el efecto deseado. Nos empeñamos en comenzar por la superficie exterior y antes de penetrar lo más mínimo, nos aburrirnos y pasamos a otro asunto. La transformación queda mordisqueada y siempre deja entrever las vergüenzas que se querían tapar. Se nota enseguida cómo se descascarilla el esmalte, cómo se agrieta la pintura, cómo el barniz pierde su lustre, dejando al descubierto el bulto sospechoso que se pretende ocultar. Solo cuando el cambio se da en sentido inverso y con perseverancia se logra algún resultado medianamente aceptable.
La villa de Bilbao y sus alrededores después de más de un siglo de esplendor industrial sufrió una dura reconversión durante los años setenta del siglo XX que dejó las márgenes de la ría del Nervión como un erial apocalíptico lleno de chatarra y polución, con un encanto que solo los nostálgicos podían apreciar. El sol esquivaba las calles como quien abandona por imposible una causa perdida y el hollín escondía las fachadas de los edificios nobles para que pasaran desapercibidos y poder salvarse cobardemente de la quema. El presente de entonces se hizo pasado y toda una identidad quedó sepultada bajo unas cenizas que no obstante, seguían expidiendo calor. Nada parecía indicar que se pudieran añadir más tonalidades a las calles que las otorgadas por los matices oscuros de los abrigos clásicos que vestían en invierno los señores distinguidos. Porque en verano, las calles desnudas de gente aguantaban el calor en soledad, sin color, sin nadie.
Sin embargo, en 1992, a un triunvirato se le ocurrió plantar en la margen izquierda de la ría un edificio de formas imposibles que lo cambiaría todo. La vetusta ciudad industrial que parecía trasplantada del norte de Inglaterra mutó para asemejarse a cualquier alegre y colorista ciudad europea, que atraería hordas de turismo y llenaría los escaparates de recuerdos y souvenires que parten el alma, porque incluso la frase más ingeniosa pierde todo su carisma cuando se ve impresa en una camiseta. No digamos las que carecen de sagacidad o se ven repetidas de ciudad en ciudad.
Huelga decir que la metamorfosis ha sido espectacular en lo urbanístico. A veces, yo también pienso que todo ha ocurrido demasiado rápido, que la implantación de edificios nuevos debería haber ido de la mano de la nueva identidad de la que se pretende dotar a Bilbao para no convertirla en un parque temático de cartón piedra. Que no ocurriera lo que a los equipos de fútbol hechos a base de talonario y sin saber muy bien a lo que juegan. Porque no siempre juntando al mejor guitarrista, mejor bajista y mejor batería se consigue el mejor grupo de música rock. Si no, que se lo pregunten a Ringo Starr, pero también es cierto que las inercias hay que aprovecharlas.
Aunque el Museo Guggenheim me agote la vista, como lo haría contemplar día y noche a gente vestida de forma histriónica, los efectos colaterales han resultado positivos. El tapizado verdoso ha traspasado los límites fijados por el parque de Casilda Iturrizar y los jardines de Albia para ejercer de guía del tranvía repuesto. Las elegantes y transparentes bocas de metro de Norman Foster apaciguan el duro tránsito entre el cavernoso mundo subterráneo y un exterior en el cual el sol ha vuelto a brillar porque ya dispone de razones suficientes para ello. Los edificios ilustres se han desprendido del miedo a perecer y no necesitan disfrazarse con tizne. Los circuitos culturales mundiales ya no esquivan el cantábrico por muy vacías que puedan parecer a veces sus propuestas, e incluso todos han asumido que símbolos como el arco metálico del estadio de San Mamés han supuesto un justo peaje, necesario para actualizar un paisaje deteriorado durante décadas.
Aplaudo los esfuerzos, aunque en la actualidad me pierda entrando y saliendo de la ciudad, aunque me sienta un poco más forastero donde nací, en el lugar en el que nunca realmente llegué a vivir, pero que siempre ha supuesto una referencia. Porque por lo menos aún quedan tres puntos alineados que han sido respetados y protegidos a modo de parque natural: El Museo de Bellas Artes, la rancia cafetería Toledo y la tienda de muebles Mosel. Me conformo con parecer un indio en la reserva de mis recuerdos, ya que vivir con plena libertad en el pasado me parece peligroso.
Jamás he entrado en la mencionada tienda de muebles de la Gran vía. Es más, no hace mucho ni siquiera sabía lo que vendían o incluso su nombre, porque lo único que me ha importado siempre de dicho local han sido los neones que decoran la fachada desde 1974. Ya de niño, cada vez que salíamos en coche hacia la Plaza del Sagrado Corazón para tomar la calle de Sabino Arana, parecía difícil no girar la cabeza hacia unas luces superpuestas que de forma confusa representan el nombre de la tienda, pero que resulta imposible de leer si uno no se detiene un momento. En mi opinión, el diseño italiano que ha cumplido más de cuarenta años sigue más vigente que el titanio de Frank Gehry y aunque lo doble en edad, ha envejecido mucho más dignamente. Me parece una proeza loable que viendo pasar delante de mis ojos tantos cadáveres en forma de tiendas, que duran poco más de seis meses, algunas resistan más de cuarenta años sin necesidad de renovarse o morir en el intento. Todo un símbolo al cual aferrarse.
Tampoco he entrado nunca en la cafetería Toledo. Me basta con pasear por delante del gran ventanal y observar con disimulo hacia el interior para comprobar con alivio que los camareros siguen igual de mayores, más aun que la clientela, que siguen vistiendo con pajarita, que las mesas oscuras de mármol siguen impertérritas y que el lugar donde mis padres comían sándwiches como gesto vanguardista hace más de cuatro décadas, sigue sirviendo café.
En cambio, sí he visitado en múltiples ocasiones el Museo de Bellas Artes y cada vez disfruto más de ello. No me considero atrevido, ni se trata de una bilbainada asegurar que podría ser mi museo favorito, no ya de Bilbao, sino de todos los que he visitado. El MOMA está bien, pero pertenece a los viajeros. Del Louvre, British Museum, Museos Vaticanos, El Prado, Reina Sofía, Thyssen y un sinfín de pinacotecas más se podría decir prácticamente lo mismo. Porque por muy espectacular que resulte El Hermitage, me temo que también pertenece a los turistas. En cambio, gracias al pararrayos Guggenheim, el Museo de Bellas Artes de Bilbao queda libre de toda carga, de selfies, de grupos organizados, del ruido que inevitablemente producimos, tanto el sonoro, como el visual o incluso el emocional. Cual manto de nieve sin pisotear, se puede disfrutar sin agobios no solo del contenido, sino también del continente que de veras me atrae más que el del todo poderoso hermano mayor.
En el MVSEO se entremezcla el pasado antiguo con el pasado moderno a través de una transición espectacular, tanto arquitectónicamente como artísticamente. Las fabulosas alturas y amplios espacios de las impecables ampliaciones realizadas durante los años setenta y noventa del siglo XX encajan perfectamente con los oscuros suelos marmóleos del edifico original. El sutil paseo por una galería, divisando el frondoso parque inglés bilbaíno, limpia los ojos cual dulce de membrillo en una degustación de sabores contrapuestos.
En plena posguerra, el régimen franquista quiso dejar huella en la ciudad. El puente del Arenal sobre la ría del Nervión pasó a llamarse Puente de la Victoria y aprovechando su reconstrucción a base de hormigón armado después de la guerra civil, se llenó de parafernalia del flamante régimen dictatorial.
No parece fruto de la casualidad el hecho de que a pesar de la escasez propia de la época se vistiera el imponente edificio clasicista de la Delegación de Hacienda Estatal con los mejores mármoles, piedras y maderas talladas. Los fueros acababan de ser retirados una vez más y el nuevo recaudador quiso que los vizcaínos se dieran cuenta de quién mandaba. Junto al Museo de Bellas Artes, también se inauguraron otros edificios icónicos, como la estación de Abando, con una espectacular vidriera que a base de propaganda exaltaba la importancia del trabajo.
Llama poderosamente la atención que la concepción neoclásica del edificio del museo, con fachadas de ladrillos y escalinatas interiores pomposas, tan solo se construyera veinticinco años antes que la ampliación minimalista a base de vidrio y metal. Únicamente un cuarto de siglo separa dos edificios, cuya brecha parece de cientos de años, pero cuya conjunción resulta armoniosa. También es cierto que poco tiene que ver el Bilbao de los años cuarenta con el de los setenta y ambos edificios puede que simbolicen de forma certera las dos épocas, las dos mentalidades. En esta ocasión, la apertura hacia la democracia no necesitó destruir del todo un pensamiento carpetovetónico para mostrar su impronta. A veces, la mejor forma de derrotar al contrario puede ser integrarlo. De esto ya sabían mucho los Romanos.
La sobriedad de ambos edificios, su discreta carta de presentación con un simple grabado en piedra, sin focos ni luces, me sigue maravillando. Tampoco me cansaré nunca de la vistas del arbolado desde la cafetería porque al no ser llamativas, no se encuentran sobreexpuestas como el Puppy. No se trata de un paisaje desgastado y erosionado a base de reiteración hasta el punto de perder todo el sentido, como cuando de niño repetía muchas veces una palabra y ésta perdía todo el significado, o la célebre escena de Antoine Doinel frente al espejo en Besos Robados.
Si en la parte moderna se puede uno imbuir en un futuro que ya se parece más al pasado, en la parte antigua he descubierto a José Arrue, un pintor olvidado que murió hace cuarenta años. En su obra abundan los retratos de aldeanos, el costumbrismo de principios de siglo XX, el cambio que supuso dejar el campo por la ciudad o el burro por el automóvil.
José Arrue nació en Bilbao en 1885 en una familia acomodada. Sus hermanos también fueron pintores y compaginó su afición por el arte con la taurina, llegando incluso a vestirse de luces. En su juventud viajó por España, Francia, Italia e incluso cruzó el océano Atlántico en 1928 a bordo del barco Atxerrimendi para exponer sus cuadros en Uruguay y Argentina. De vuelta a Bilbao, colaboró en periódicos republicanos y nacionalistas de izquierdas dibujando viñetas, lo que le obligó a pagar una factura muy cara durante la guerra civil. Fue apresado en Santander por soldados italianos que luchaban junto al bando nacional y después de dos años de cautiverio, aunque fue liberado, le expoliaron toda su obra y su casa de Bilbao. Abatido, se retiró a Llodio para vivir modestamente y seguir pintando hasta su muerte en 1977.
Su obra, además de parecerse en ocasiones a la de Pieter Brueghel el Viejo, o El Bosco, por la innumerable cantidad de personajes que puede contener un cuadro, supone una sutil crítica al progreso que se basa en destruir y despreciar lo anterior sin cimentarse en lo aprovechable de lo existente para darle cierta continuidad a la faena. Qué mejor alegoría de ello que ver cómo un automóvil entra a un pueblo atropellando cerdos, o la ironía con la que un burro tira del automóvil en otro cuadro. También resulta muy cómico fijarse en la forma que tiene un aldeano de llevar a su lechón en moto. Éste se encontraba sentado como si fuera una persona y esperaba ajeno y distante a que su dueño terminase de conversar animadamente con un amigo.
Nunca había percibido tanta sensibilidad en cuadros de temática folclórica, los cuales no son precisamente de mi gusto, pero José Arrue consigue transmitir amor por su tierra y sus gentes sin necesidad de meterle a uno por los ojos banderas ni enemigos, casi siempre ficticios. Solo trazos de cálidas estampas cotidianas llenan su obra, en contraposición con las oscuras visiones de Ignacio Zuloaga.
Debo de estar envejeciendo, ya que de vez en cuando veo más futuro en el pasado a la carta que yo mismo creo, en gente como José Arrue que de borono no tenía un pelo, que en muchos de los artistas contemporáneos y cosmopolitas que exponen en el Museo Guggenheim.
Quizá únicamente me falte tiempo, y dentro de cien años los vídeos de Bill Viola me parezcan fascinantes en comparación con lo que se haga entonces, pero me temo que ni yo ni nadie pueda conseguir semejante proeza, salvo Tilda Swinton que interpretó al Orlando de Virginia Woolf y treinta años después a una más que atractiva vampiresa sempiterna en Only Lovers Left Alive de Jim Jarmusch. Un precio muy alto a pagar, el de la inmortalidad, para solventar la incertidumbre que sobrevuela sobre mi cabeza, que no es otra que poder discernir si José Arrue realmente fue tan bueno como parece, en comparación con la intrascendencia que a mi entender emana ahora de Bill Viola.