Algunas ciudades, a pesar de presentarse bellas y luminosas, resultan poco atractivas, como las personas que lucen un gran físico pero cualquier mirada las atraviesa sin mayor esfuerzo porque parece imposible ignorar una sensación de oquedad que desprende su interior. Sin embargo, otras localidades, bajo una apariencia zafia, sucia, poco ordenada y sin encantos aparentes, seducen más de lo que en principio merecerían.
Yangón, una urbe que durante la etapa colonial británica de la actual Myanmar se llamó Rangún, pertenece a la segunda categoría. Fue el puerto de llegada de los buques británicos que atravesaban el canal de Suez, hacían escala en Sri Lanka y arribaban en la antigua Birmania. Punto de partida de juergas, noches en burdeles y todos los desmanes que el imperio británico perpetró en su fracción del sudeste asiático. Eso sí, tampoco sería justo negar el cierto beneficio colateral que supuso el saqueo y expolio que todos los imperios cometen. Hoy en día se admiran los restos del imperio romano en España. Quizá dentro de muchos años, el tiempo haga olvidar la sumisión sufrida en Myanmar y quede en la memoria el armazón burocrático y vías férreas que recorren todo el país, entre otras infraestructuras. Si es que logran sobrevivir tanto, porque después de menos de cien años, el estado de conservación es lamentable.
Tras un interminable vuelo con escala en Hong Kong llegamos de madrugada a la antigua capital birmana, donde nos esperaban unas largas colas en el control de pasaportes. La nuestra avanzaba únicamente cuando los viajeros cansados que se encontraban delante de nosotros la abandonaban y probaban suerte en otra. Finalmente llegó nuestro turno y el oficial, tal y como era de esperar, ni se percató de que el número de mi pasaporte no coincidía con el del visado, aunque en Madrid casi no nos dejaron volar por tal nimiedad a la que tanta importancia dio la trabajadora de tierra de Cathay Pacific.
Después del trámite, un taxista se acercó ofreciéndose para llevarnos a nuestro hotel mientras mascaba hojas de betel en un país en el que escupir fluidos de color bermejo no supone necesariamente sufrir de tuberculosis, sino que se debe a un vicio que tiñe los dientes de rojo. Al reírse, los susodichos provocan una sensación de estar conversando con vampiros satisfechos. El agotamiento apaciguó las ganas de regatear la carrera y nos introdujimos en el enésimo coche desvencijado de un para nosotros nuevo país asiático, reconfortados por sentir haberlo vivido todo antes.
Sostenía Tolstoi que todas las familias felices se parecen entre sí, mientras que las infelices son desgraciadas en su propia manera. Lo mismo se podría decir de los países ricos y pobres, de sus taxis y sus hoteles.
Un buda de plástico cuyo aura se iluminaba con leds presidía el salpicadero del vehículo y solo algunos de los cinturones de seguridad funcionaban correctamente. No soy aficionado a las horteradas, pero reconozco que la representación santa luminosa que vimos a lo largo de todo el país terminó por gustarme, aunque solo fuera por imaginarme la alegría que supuso el día en el que alguien cayó en la cuenta de que los leds simbolizaban toda la espiritualidad que durante centurias no habían podido expresar con tanta precisión. Gracias a los diferentes patrones de luces de colores en movimiento, a veces las estatuas de buda parecían emitir los diferentes sutras. En otras ocasiones recolectaban toda la negatividad para transformarla en una mueca, como un deshumidificador que produce como resultado de su trabajo un cubo de agua.
Lo cierto es que me sigue sorprendiendo el afán que tienen los asiáticos por decorar sus coches por dentro con todo tipo de amuletos religiosos, colgantes o incluso cortinillas con ribetes que tapan medio parabrisas, normalmente rajado, ya que tener un rango amplio de visión parece secundario si su espíritu se encuentra bien vestido. Para proteger la tapicería, la cubren con un envoltorio de plástico permanente, con lo cual solo se puede disfrutar de ella con la imaginación, mientras que el calor del ambiente provoca a los cinco minutos incontinencia transpiratoria en la espalda. Parece que ni siquiera en Asia se libran de la cierta contradicción que supone renunciar para siempre a un bien con tal de protegerlo.
El volante del coche se encontraba a la derecha, como la mayoría, porque los coches se importan de Japón, pero en Myanmar desde 1970 se conduce por la derecha. El cambio se produjo de la noche a la mañana, gracias a que el astrólogo de Ne Win le aconsejó que se circulara por la derecha porque en ese momento el país se escoraba demasiado hacia la izquierda. No importó que la nefasta medida creara problemas graves de seguridad vial. Tampoco se preocupó nadie de completar el círculo absurdo y modificar también los vehículos para no disminuir la visibilidad durante los adelantamientos. El simbolismo siempre prevalecerá sobre la razón práctica, porque resulta siempre más fácil barnizar la madera sin más que quitarle la polilla, consiguiendo el efecto de arreglar un supuesto problema, aunque sea a modo de espejismo, pero con mucho menos esfuerzo.
El taxista nos dejó en nuestro hotel, como siempre, en una calle anodina y vacía, pocas horas antes del amanecer. Nos recibió una verja metálica cerrada, pero al acercarme, me di cuenta de que no disponía de candado y pude deslizarla para subir por unas escaleras que conducían a una recepción aparentemente sin gente. Al cruzar el umbral de la puerta entreabierta, trabajadores del hotel que dormían en la propia entrada se levantaron cual resortes y nos atendieron. Alegaron que ya era demasiado tarde para realizar cualquier trámite propio de los hoteles y nos entregaron las llaves de nuestra habitación sin necesidad de recibos, porque en el Asia pobre apenas existen ni se los echa demasiado en falta.
Entramos en nuestro cuarto con el morbo de no saber con qué nos encontraríamos, porque en efecto, los hoteles antro son desgraciados a su manera y la sorpresa termina por convertirse en un placer masoquista. En realidad, creo que podríamos permitirnos alojarnos en hoteles mejores, pero pasarían desapercibidos con tanta corrección y su aséptica mediocridad. Mucho mejor se recuerda hallarse ante una cama que casi tocaba el pequeño escritorio impidiendo por tanto el uso de éste, encender un aire acondicionado atiborrado de posible legionella, apoyar la mochila sobre una nevera que no funcionaba o compartir espacio con una tele vieja colgada de la pared. Además, los enchufes colocados estratégicamente en los lugares más incómodos posible provocaban que al cargar los teléfonos no se pudieran posar en ninguna mesa sino que quedaran colgados boca abajo cual murciélagos durmientes.
Por lo menos el baño disponía de inodoro occidental y la ducha funcionaba correctamente sin tener que discurrir mucho sobre cual de los grifos proporcionaba agua caliente. Un único desagüe evacuaba todas las aguas, porque en gran parte de Oriente parece redundante colocar un plato de ducha con mampara para evitar mojar todos los azulejos, en nuestro hotel desgastados y de azul opalino. A veces, en un alarde de creatividad, se encuentran dos o más sumideros, pero solo funciona uno por mucho que se quiera realizar un reparto equitativo. La igualdad parece reñida incluso cuando uno se baña y observa el agua jabonosa discurrir hasta desaparecer.
Nos acostamos exhaustos y dormimos parte de la mañana que ya se hacía notar en forma de una luz verdosa que anegaba la estancia por culpa de unos cristales tintados del mismo color. Entre sueños, escuchábamos fuertes graznidos de cuervos que ya no nos abandonarían durante todos los días que pasamos en Yangón, sin llegar a materializarse el mal presagio que persigue a dicha ave.
Aunque nos levantamos más tarde que la hora límite para desayunar establecida por el hotel, pudimos hacerlo sin problemas, porque ciertas reglas creo que las ponen para que los occidentales tengan la sensación de cierta estructura, pero que ellos obvian. Ordenar el tiempo les resulta un propósito tan falto de contenido como quien lo perdiera colocando los alimentos de una nevera según su tamaño. La disponibilidad de casi todo y todos es total, pero se necesita paciencia ya que al entremezclarse totalmente la vida personal y laboral, no es extraño encontrase con que no le atienden a uno porque en ese momento se encuentran regañando al niño o espantando al gato.
El desayuno lo tomamos en la misma entrada de usos múltiples, que se encontraba adornada con relojes que marcaban las diferentes horas de las capitales mundiales, pero de forma aproximada debido a la falta de sincronización minutal. Supongo que cuando inauguraron el hotel pensaron que tal anacronismo dotaría al establecimiento de una cierta seriedad y empaque, pero tampoco se tomaron, ni toman la molestia de ajustarlos correctamente. Es una forma elegante de cumplir con nosotros, pero dejando caer que a ellos no les interesa demasiado. Lo mismo sucede con la nevera que no funciona y cuyo propósito solo es el de ocupar el escaso espacio disponible de la habitación.
Unas chicas francesas desayunaban en un balcón diminuto con esa lentitud exasperante, muy de divas y de quien parece estar sumido en pensamientos trascendentales con la vista en el infinito. Los birmanos vestidos con sus longyis no paraban de observarnos intentando adelantarse a nuestras necesidades, pero solo conseguían ponernos nerviosos, más a Noe que a mí, ya que se me da bien evadirme y aparentar que tengo una gran vida interior, cuando en realidad, la mayor parte del tiempo me encuentro en el cuarto de la nada que tanto gusta a los hombres.
Salimos a una calle que parecía mucho menos amenazante que la noche anterior, llena de talleres, tiendas y gente que ocupaba la estrecha acera que disponía de bordillos descomunales. Buscábamos un lugar donde poder comprar unas tarjetas SIM para nuestros teléfonos, pero en su lugar solo encontramos ferreterías y puestos ambulantes de comida que cocinan más y mejor en un centímetro cuadrado de lo que podría hacer yo en la cocina del mejor restaurante del mundo.
Un taxi nos acercó a Shwedagon. Esta pagoda es el lugar más sagrado del budismo birmano porque en la estupa central de cien metros de altura y recubierta de pan de oro se dice que se encuentra uno de los ocho cabellos que Siddharta Gautama entregó a unos peregrinos.
El lugar resulta ser una maravilla costumbrista. Lejos de asemejarse a un museo solemne, se puede observar la vida cotidiana de la gente comiendo a modo de picnic bajo un árbol, durmiendo una siesta, leyendo el móvil, comprando bienes en cada uno de los cuatro mercados que dan acceso al complejo según los puntos cardinales, o simplemente esperando a algún turista incauto con el que sacarse una foto. Porque sí, mientras nosotros los retratamos disimuladamente, ellos piden que posemos junto a ellos cual trofeos para luego alejarse sonriendo. Siempre nos imaginamos que después, cada uno junta sus instantáneas para quedar con sus amigos y rememorar aquella gran comedia francesa llamada La Cena de los Idiotas, en la cual un grupo de amigos se reunía todos los miércoles para cenar y cada cual debía traer como invitado a un imbécil, tal y como indica el título de la obra de teatro y posterior película.
Nada más entrar al gran complejo, uno se debe descalzar, incluso despojarse de los calcetines y todo prejuicio sobre la higiene. Comienza así el disfrute de una costumbre arraigada en todo el país que dificulta mantener los pies limpios y que recuerda a tiempos ya superados en España en los que el tizne de los mismos daba a entender que se sufrían demasiadas penurias.
Una vez atravesado el mercado, un gran patio circular decorado con elementos florales y pequeños altares contenía la magnífica estupa que guarda para su cumbre en forma de aguja, esmeraldas y otras joyas que no podrán ser vistas por nadie. Alrededor de la inmensa mole dorada, la cual se encuentra custodiada por decenas de pequeñas capillas también doradas y con la misma forma, la vida sigue su curso un tanto caótico, porque lo mismo se reza con devoción, que se habla animadamente, se saca dinero de un cajero automático dispuesto ad hoc para los que olvidaron traer de casa dinero para donar, o se observa a un monje budista acomodarse su estético hábito granate tirando a naranja antes de sacarse un selfie. Todo vale mientras se permanezca descalzo.
En el lugar me llamó la atención una pequeña exposición de fotos antiguas del complejo en las cuales se comprobaba lo poco que había cambiado desde entonces. Las mujeres, al igual que en la actualidad, lucían su thanaka, una especie de maquillaje amarillento que huele a sándalo y que además protege las ya oscuras teces del implacable sol del la temporada seca. Los longyes, o pareos que utilizan tanto hombres como mujeres, también les sentaban igual de bien hace siglos que ahora, porque las féminas compaginan una clara esbeltez con cuerpos contorneados. Vimos imágenes en blanco y negro con miradas llenas de resignación y que pretendían describir cómo era Birmania en el siglo XVIII, fruto supongo de un error, porque la fotografía no se inventó hasta el siglo XIX.
Fuera del complejo, el apabullante tráfico ahogaba unas grandes avenidas que contienen edificios ennegrecidos por la polución y en los cuales vagamente se distinguen los que se encuentran abandonados de los ocupados, porque todos parecen querer decir que no aguantarán su tragedia personal por mucho más tiempo. Quizá un gran tsunami los cubriera por completo hace décadas y ahora han vuelto a emerger después de ejercer de pecios inmuebles, mezclando en una decadencia estética colores difuminados que recuerdan lo que se halla en Italia, pero de forma más cruda. La ropa tendida da ciertas pistas de qué viviendas se encuentran ocupadas y si en otro contexto resulta antiestético, aquí se agradece ya que denota cierta vida. Lo mismo sucede cuando debajo de los grandes viaductos que recorren avenidas enteras se observan niños jugando diferentes partidos de fútbol entre pilas, levantando el polvo que sustituye al césped, mientras por encima discurre un transporte pesado de caudal inabarcable e inhumano. Todo se encuentra teñido, nada está limpio salvo los carteles publicitarios inmaculados de productos que parecen no tener cabida bajo un puente cochambroso. Tal es el caso de la promoción de nítidas impresoras último modelo para imprimir sonrisas enlatadas que solo un anuncio puede crear.
Por las noches, muchas grandes avenidas quedan a oscuras y solo las débiles bombillas de algún establecimiento ayudan a no tropezar con las aceras irregulares. En esta ocasión, dado que se estaba celebrando el día de la independencia, la fiesta y las luces de los escenarios en los cuales se celebraban conciertos y numerosos puestos de comida ejercían de faros sobre los que apoyar nuestra vista. En las calles más secundarias se corta al tráfico por la noche para que los niños jueguen con sus padres. Los vecinos de cada barrio se reúnen y se pueden ver rayuelas pintadas de forma permanente o circuitos rudimentarios para carreras, pero sin duda el juego más popular no es otro que el de la silla al son de Despacito.
Al día siguiente y casi por error, comenzamos a pasear por los terrenos de un monasterio abandonado llenos de escombros de obra. Al cruzarnos con un anciano muy enclenque, éste cambió su trayectoria para hablarnos y seguirnos. ¿A dónde se estaría dirigiendo en ese momento si al pararse con nosotros le daba igual volver en dirección contraria? Nos comenzó a contar toda la historia del monasterio sin que nosotros comprendiéramos muy bien del todo lo que decía, mientras que el único pelo de su barba parecía crecer por momentos atrayendo toda nuestra atención. Nos daba permiso para sacar fotos a las casas coloniales abandonadas que formaban parte del monasterio y solo cuando nos pidió dinero como supuesta donación, viendo sus intenciones, contestamos que sintiéndolo mucho debíamos volver a nuestro hotel después de visitar el club Pegu.
El club de estilo victoriano fue construido en 1880 para los oficiales británicos que residían en Yangón. Se supone que en la actualidad se encontraba en ruinas, aunque nos hubiese encantado visitar los desechos del lugar al que acudió Rudyard Kipling durante su breve estancia en Rangún, pero al llegar un guarda impidió nuestra entrada del lugar que parecía reformado y con coches oficiales dentro. Por un lado me alegro de que se intente recuperar el patrimonio, pero también lamento no haber podido pasear por aquellas salas abandonadas a su suerte en las cuales los británicos se emborrachaban, porque según George Orwell, el alcohol era el conglomerante que mantenía unido al imperio británico. Tras leer su gran novela Los días de Birmannia, uno puede comprender la importancia que tenían los clubs ingleses coloniales en esa parte del mundo. Se ofrecían como oasis europeos en medio del desierto incivilizado que ellos consideraban Asia. Porque el desprecio con el que la mayoría de los británicos trataron a los oriundos del lugar fue apabullante y más valor tiene si cabe que Eric Blair, nombre verdadero del genial escritor, se atreviera a publicar su primera novela con apenas treinta años en 1934, yendo en contra de la corriente imperialista de la época. Ahora que todos ejercemos de forma brillante la especialidad de la lanzada al moro muerto, resultaría demasiado obvio escribir sobre lo canallas que fueron los ingleses del siglo XIX.
Pertenecer a un club no siendo europeo parecía tarea imposible y gran parte del argumento de la tragicomedia precisamente trata sobre el techo de cristal que sufrían los lugareños, pero cuando éste se rompía, se solucionaba su vida social y prestigio para siempre.
Si bien no pudimos visitar el club, sin duda lo más atractivo de Yangón fue el paseo que dimos cerca del puerto recorriendo los antiguos edificios coloniales a punto de derrumbarse o medio desmoronados. Pasear por Strand Road fue como trasladarse a Londres después de un apocalípsis vegetal, porque casi todos los edificios se encuentran invadidos por una frondosa vegetación que a la vez que agrieta la paredes, mantiene la estructura unida. Raíces y hojas emergen de las ventanas sin apenas cristales, mientras que cualquier alineación geométrica recta pretérita se ve rota por esquinas torcidas o contraventanas a punto de caer. Algunos de los edificios, tal es el caso de la oficina de correos, sí se encuentran restaurados y los ladrillos rojos resplandecen, contrastando con su entorno y sus impolutas juntas blancas. También cabe destacar la discordancia que supone que cerca del hotel de lujo en uso, The Strand, se encuentra el edificio de la antigua marina británica cerca de derruirse y apuntalado con una estructura de bambú. Si se cruza la calle se supone que se debería ver el mar, pero el paisaje se encuentra censurado por una ristra de contenedores portuarios que apilados impide que se tenga la sensación de encontrarse en una ciudad costera.
Quizá sea ésta la única pega que le pueda sacar a la ciudad, o todas si se quiere. Eso depende del punto de vista desde el cual se miren las cosas, como siempre suele ocurrir. Lo mismo sucede con el modo en el que interpretamos la belleza de las personas y todo en general, cuya metáfora originó el presente relato y se lleva discutiendo desde la antigua Grecia.