Creo haber dicho en cierta ocasión que no me importa que me cuenten el final de cualquier relato, que incluso agradezco un buen destripe del argumento para no tener que prestarle demasiada atención y preservar mi mente errante intacta, por si acaso en alguna ocasión se me ocurriera algo en lo que pensar. Las películas de suspense solo las disfruto la segunda vez que las veo, cuando todos los personajes y yo sabemos qué esperar los unos de los otros. Ya nadie necesita fingir, parece como si la película se rodara de nuevo. Cada uno se libera de toda su carga y la tensión se desvanece para que los diálogos discurran tranquilamente.
Quizá por el sosiego de saber de antemano lo que va a acontecer, a veces suelo recurrir a la historia, cuya conclusión interminable no es más que el presente que vivimos y del que tanto nos quejamos.
El mismo día en el que unos gobernantes, un tanto ridículos, proclamaron la independencia unilateral de Cataluña, me llegó a casa un libro de un amigo que vive en Madrid titulado: Homenaje a Cataluña. Me pareció muy oportuno leerlo porque además no hacía mucho que había terminado la gran trilogía de Arturo Barea titulada La Forja de un Rebelde con una temática común.
En realidad no se trataba de un homenaje a Cataluña, pero fue una coincidencia graciosa que alimentó aquel sainete de acrónimo cursi que no pocos confundieron con un método anticonceptivo llamado DIU. Parece que el subconsciente nos traiciona siempre, tantas veces como acierta, porque todos sabíamos que nada podría nacer de aquel encuentro que ahora se intenta desdibujar como una canita al aire simbólica.
El libro más bien versaba sobre los seis meses que pasó Eric Blair, más conocido como George Orwell entre Aragón y Cataluña en 1936 y 1937. Se suponía que luchaba en las filas de las milicias del POUM contra el bando fascista sublevado meses antes, aunque él mismo reconoció que más acertado sería decir que luchó contra los piojos, el frió y la escasez de tabaco y comida, porque el enemigo suponía la última de las preocupaciones que sufrían los soldados. Su participación en la lucha armada fue testimonial y ausente de toda épica, ya que la mayoría de las muertes que presenció se debieron a disparos con fusiles defectuosos a los cuales les salía el tiro por la culata. Algún comandante extranjero llegó a describir la guerra civil española como una opereta y me pareció muy poético el pasaje en el cual Orwell relataba cómo muchos obuses no llegaban a explosionar, así que podían utilizarse de nuevo por el bando contrario cuando coincidía el calibre de los cañones. Se rumoreaba que uno de aquellos proyectiles llegó incluso a tener nombre y se lanzaba una y otra vez sin conseguir causar daño alguno, como si matar le diera pereza y en vez del característico silbido emitiera hastiados bostezos en su trayectoria parabólica.
Ya conocía el triste final de la contienda, pero disfruté igualmente con las descripciones de las mañanas frías de Huesca o las escenas de labranza. Cuando un disparo atravesó la garganta del protagonista respiré tranquilo sabiendo que no moriría, que sus dos novelas más conocidas se escribirían de verdad diez años después y que su muerte, aunque fuera prematura, se debió a la tuberculosis, no a la herida de bala en una trinchera cerca de Barbastro.
Lo que no conocía tan bien eran los entresijos catalanes, las rencillas entre el PSUC (Partido Socialista Unificado de Cataluña) y el POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista), el objetivo común que tenían las dos grandes verdades de la época y que no era otro que sofocar una revolución proletaria que había comenzado en Barcelona. Los motivos de la derecha parecían claros, pero resulta curioso que los soviéticos, dado que ya habían digerido su revolución prefiriesen entonces una estabilidad burguesa para afianzar así su alianza con Francia. En diciembre de 1936 la clase proletaria se hizo con el poder durante un breve periodo e incluso la gente adinerada se vestía con monos de trabajo para pasar desapercibidos. Cuando el PSUC junto al gobierno republicano español y la influencia rusa consiguieron sofocar las revueltas e ilegalizaron el POUM, los collares en las camisas volvieron a ser necesarios para salvar el pellejo, porque los perseguidos ahora no eran otros que los proletarios. Creo que este hecho traumatizó a George Orwell y prueba de su anti estalinismo quedó patente en Rebelión en la Granja, satirizando a Stalin como a un cerdo llamado Napoleón. El constante cambio de bandos y enemigos también se vio reflejado en 1984.
Pero lo que más me ha llamado la atención de ambos libros autobiográficos sobre la última guerra civil española es la lejanía con la que ambos, Orwell y Barea, escribían sobre el fascismo. No formaba parte de la columna vertebral de su relato sino que de vez en cuando hacía acto de presencia, pero sin demasiada fuerza, como el adolescente que en escasas ocasiones medita sobre sus futuras arrugas o los exiguos pensamientos sobre un posible tumor pulmonar del que fuma su primer cigarrillo. Uno conoce que ciertas fatalidades se encuentran allí, pero se protege de ellas arrojándolas lo más lejos posible, a veces con acierto, otras veces no. Sin embargo, en la actualidad, parece que pecamos de lo contrario. Cuando el fascismo se puede considerar en occidente un movimiento minoritario comparado con lo que fue, lo invocamos a la ligera, como las palabras gruesas que sirven para todo y terminan por no significar nada.
Siguiendo por dichos caminos, se puede llegar incluso a niveles paranoicos. Tal fue el caso del mencionado Stalin cuando se cansó de Trotsky y sus acólitos y les tachó de fascistas. Antes de su ilegalización se llegó a acusar al POUM también de fascista, de quintos columnistas de Franco porque entre ellos militaban trotskistas. Pocos años después, Stalin cumplió sus amenazas y ordenó asesinar a Trotsky en México con la encomiable ayuda de Ramón Mercader y un piolet.
Dio igual que no fuera fascista, el caso fue terminar con su enemigo. Hoy en día también parece no importar hablar con propiedad con tal de aplacar al adversario, ya que el hecho de que un nacionalista llame fascista, a modo de insulto, al que no piensa como él, llama poderosamente la atención, porque paradójicamente el nacionalismo resulta ser la antesala del fascismo, pero bueno, todos somos libres de mostrar nuestra faceta más risible. Proyectar los defectos de uno sobre el contrario es tan conocido que ha desembocado en algún que otro refrán que omito por piedad al sufrido lector.
Aburrir con la machacante actualidad también resulta tan recalcitrante como muchos aforismos, así que dejaré de comentar sobre los que se creen salva patrias y en realidad no dejan de parecerme siervos de la gleba atornillados al tres por ciento, que necesitan defender su territorio aunque nadie lo esté atacando.
De modo que volveré al pasado, sin dejar del todo las guerras, porque no hace mucho vi una de las mejores películas bélicas jamás rodadas, en mi opinión. Es decir, vi una película antibélica.
No había pasado ni una semana desde que recomendaba a un amigo una película que creía que podría gustarle. Se llamaba Frantz y el que se ambientara en la época inmediatamente posterior a la Primera Guerra Mundial suponía un aliciente ya que la segunda contienda mundial se encuentra demasiado frecuentada gracias a la necesidad del capital judeo-norteamericano de mantener viva la llama de las atrocidades hitlerianas. Andaba yo despotricando sobre lo cansino de este asunto cuando pocos días después un compañero de trabajo de Noe le recomendó El Puente, una cinta alemana rodada en 1959 que representa el final de la Segunda Guerra Mundial. Después de haber visto innumerables historias sobre el género, la pongo a la altura de mi predilecta: Senderos de Gloria. Hoy en día se diría que recibí un onomatopéyico zasca antológico, pero prefiero la visión de Churchill sobre el asunto, y no es otra que según él, comerse las propias palabras forma parte de una dieta equilibrada.
La película recuerda mucho al neorrealismo italiano con un guiño al expresionismo alemán, aunque solo sea por su título. Una vez más, los horrores de la guerra y una inminente derrota se sugieren más que mostrarse. No aparecen esvásticas impresas en grandes pendones sobrevolando desfiles siniestros, ni campos de concentración, ni un Hitler alocado sermoneando con un flequillo díscolo mientras dispara gotillas de saliva por su boca. En cambio, se retrata a los habitantes de un pueblo alemán viviendo su día a día, intentando eludir un futuro inmediato desalentador, cual naturaleza que se adapta a su entorno como puede por mucho que se intente machacarla. Los niños se entretienen con los boquetes que dejan los obuses mientras que los adultos se preocupan por el entusiasmo que sus hijos demuestran por ser llamados a filas en una guerra perdida. Unos viven en casas destartaladas, aunque siempre perfectamente vestidos, si bien durante la comida el padre parece que solo puede observar como el hijo toma una sopa aguada porque no hay suficiente para los dos. Otros habitan cómodas viviendas con muebles oscuros, servicio que prepara la cena y comparten recuerdos del valeroso padre muerto en combate.
Admiro la valentía con la que muchos afrontaban el poder ignorar un presente atroz como escapatoria evasiva o por mera supervivencia. Campesinos que seguían cultivando sus tierras en Huesca ajenos al avance franquista, o alemanes viudos que intentaban rehacer su vida por mucho que el final se encontrara cerca. Pertenezco a una generación de españoles que no hemos sufrido ninguna guerra y quizá por ello encuentro más heroico de lo que realmente fue el seguir con las rutinas en tiempos contrarios a la paz.
Lo más triste de todo es que por muy absurdas que parezcan todas las contiendas, si se borraran las que han acontecido a lo largo de la historia, el recuerdo de lo que los humanos hemos forjado en la tierra quedaría en poca cosa. Con lo cual los generales necesitan sus victorias por muy pírricas que parezcan cada una de ellas, al igual que aquellos niños alemanes, entrado 1945, necesitaban defender el puente, o que para mi ya suponga un triunfo sentarme a ordenar unas pocas palabras, escribirlas y con ello luchar contra una abulia que nunca deja de acechar.
Un placer leerte, compañero. Comparto contigo que conocer el final de una historia no tiene por qué condicionar la lectura de la misma. También me ocurrió con Homenaje a Catalunya, del cual había visto un par de veces ‘Tierra y Libertad’ antes, película basada en la obra de Orwell. Como a ti, también me llamó la atención esa poca voluntad de un sector por unirse mientras que los conservadores ponen menos pegas. Eso sí, recuerdo que la crítica política del final, se me hizo especialmente pesada.
Como tú, también pertenezco a esa generación de españoles que no ha vivido una guerra y necesitan de héroes y referentes, cuando estos probablemente simplemente se limitaron a sobrevivir.
Como tantas otras plagas, el nacionalismo tiene como una de sus raíces la ignorancia y el odio. Para combatirla, conviene no olvidar historias como las que narra Orwell.
Me apunto tus referencias cinematográficas.
Un abrazo, compañero. Adelante!
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Gracias a ti por tus comentarios. Es verdad, la parte política del libro fue la más pesada. Jejeje.
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