Ya lo dijo Marco Polo y lo dice prácticamente todo blog que relate una visita a la ciudad de Bagán: “¡Maravilla entre las maravillas!”, “¡Uno de los espectáculos más hermosos del mundo!”. Sí, Bagán puede que sea una ciudad asombrosa, pero no hace falta copiar literalmente y suscribir lo que afirma cualquier guía de viaje, párrafo por párrafo, cual escriba. En la antigüedad, puede que transcribir textos fuera necesario para difundir cultura. Hoy en día, me temo que dicho acto se ha convertido en un vicio que como todos, termina por satisfacer poco o nada a medida que la inercia se va incrementando, pero aun así cuesta dejarlo a un lado.
Efectivamente, en Bagán se pueden recorrer multitud de bellos templos, pagodas y estupas budistas esparcidas a lo largo de una interminable y solitaria planicie verdosa. Para unir todos los monumentos sin esfuerzo, basta con alquilar sendas motos. Fue nuestra primera experiencia conduciendo vehículos motorizados de dos ruedas y lo primero que nos sorprendió fue que no nos pidieran una fianza, carnet de conducir, dirección, o ni siquiera el nombre, solo que pagáramos. Sobre ellas logramos rememorar la placentera escena de la película Caro Diario, en la cual Nanni Moretti deambulaba por Roma al son de la voz grave de Leonard Cohen. Las calles asfaltadas se transformaron en caminos de arena, pero la sensación de soledad permaneció y el de detrás contemplaba a su acompañante tal y como se dispuso la cámara en la película italiana.
También se puede intentar disfrutar de los atardeceres en los cuales decenas de siluetas arquitectónicas despiden el día sin signos de cansancio por la repetición rutinaria. Las vistas de las paredes rojizas de ladrillo desde un globo al amanecer, supongo que serán imborrables y la bruma, lejos de estropear las fotos, se confunde disléxicamente con la antigua Burma. Todo lo que se dice sobre los miles de templos construidos a la vera del río Ayeyarwady entre los siglos XI y XIV resulta veraz. Nadie engaña a nadie con exageraciones sobrevaloradas, pero a veces ni la verdad es suficiente, e incluso decepciona comprobar la exactitud con la que nos contaron todo punto por punto, porque necesitamos pretender descubrir las cosas por nosotros mismos, aunque sean nimiedades.
Una vez anochece, la oscuridad se apodera de la ciudad más bonita de la región de Mandalay debido a la escasez de iluminación artificial, como si se tratara de un apagón, lo cual sorprende y ya ha terminado por parecer incluso antinatural que no se enciendan las luces cuando se pone el sol. Qué impresión tan extraña tuve la mañana que no amaneció en Oviedo debido a unos incendios en Galicia y las farolas programadas de las calles decidieron que no les correspondía trabajar. La gente parecía vagar con intenciones aviesas, ataviada con chambergos y capa larga, ropajes como los que se quisieron prohibir en el Madrid del siglo XVIII para disminuir la delincuencia.
Sin embargo, en un descampado y gracias a una feria que se instaló en Bagán, la música atronadora y luces de colores apartaban el silencio y oscuridad a base de violentos empellones. Un corro de futbolistas jugaba con un balón a ritmo de canciones melosas sin importar el idioma en el que se canten para detectar que lo son. Las atracciones tardaban en llenarse debido a la falta de recursos y se notaba lo mucho que la gente se lo pensaba antes de montarse en alguna.
En los puestos de comida observamos a algunas personas solitarias que parecían no tener a donde ir y ellas se preguntarían lo mismo acerca de nosotros por encontrarnos entre efluvios grasientos de fritanga y espabilados que aprovechaban la coyuntura para vender desde material de agricultura oxidado hasta ropa pirata de marcas caras.
Hastiados por un rato de tanta magnificencia y exotismo, una de las noches que pasamos allí, quisimos compensarlo con algo de vulgaridad para reequilibrarnos. Buscábamos un restaurante para occidentales de vacaciones por oriente. De esos en los que la carta se entiende, nada sorprende y lo más importante, no se come arroz entre escombros y lugareños, tal y como nos habíamos habituado ya a hacer durante los días que llevábamos en Myanmar. Atravesamos calles pardas con aceras mal urbanizadas que nos condujeron a un comedor del que colgaban varias bombillas cenicientas y en el cual la cochambre campaba a sus anchas de nuevo. Ni rastro de los ansiados turistas alegres, gruesos y rosas que beben cocktails adornados con una sombrilla de papel. En ocasiones, verlos engullir mientras sueltan carcajadas reconforta, como el ruido molesto de las sirenas que adormece a los recién nacidos por el simple hecho de resultarles familiar.
En su lugar, una solitaria pareja de jóvenes franceses cenaba educadamente. No se les oía, ni se sentía ningún movimiento brusco. Lucían gafas en vez de tatuajes amenazantes y anodinas camisetas blancas con mangas, sin rastro de las carnes desparramadas que emanan a borbotones en el flácido pero indestructible occidente. Al notar nuestra cara de asombro, nos intentaron tranquilizar alegando que allí se comía muy bien y que ellos ya era la segunda vez que iban, pero no sabían que por mucho que uno se de de bruces con el paraíso, esa noche buscábamos otra cosa.
Ellos y nosotros parecíamos los únicos comensales de una estancia sin paredes en la que no se distinguía muy bien el comedor del restaurante del resto de la casa, algo habitual en Asia, aunque no de forma tan descarada como en ese momento, porque nuestra mesa se encontraba orientada directamente hacia su salón. Después de pedir la cena, el camarero, un hombre esmirriado al que le colgaba el longyi con el mismo espíritu con el cual a veces me arrastro por la vida, volvía a hacer de padre y se sentó a ver la televisión mientras tosía sin disimular.
La por muchos buscada intimidad, aquí se rompe por completo ya que junto a la familia nos entretenemos con la misma telenovela birmana a la cual acabamos por engancharnos sin necesidad de entender los diálogos. El protagonista frunce el ceño mientras su actriz compañera pone cara de pena, lo cual denota una ruptura sentimental inminente. Simultáneamente, un gato se mete dentro de lo que parece un almacén del restaurante y al poco sale a escena una abuela algo tullida que se sienta junto al resto para disfrutar del serial. Ya no sé si incluirnos también a nosotros como personajes en el acto costumbrista, o solo somos meros espectadores de una familia que ve a unos terceros actuar. Ahora parece que se crea un nuevo nivel espectador de los que leen el relato, entrando en los bucles recursivos que tanto entretuvieron a los que se inventaron las matrioshkas rusas y a Cristopher Nolan cuando dirigió Origen. ¿Quién no ha soñado que soñaba y tuvo que despertarse dos veces?
Seguimos esperando y aun no sabemos si alguien realmente cocina. Una niña seca los cubiertos y el culebrón se anima. Aparecen otros intérpretes y cambian las tornas, porque ahora la dura parece ella. Con un lago de fondo, le dice a su novio que no puede dejar a su familia para ir a vivir a Yangón con él.
La hija que secaba los cubiertos coge a su hermano y lo acuna mientras el padre enrolla una plancha y la guarda. Empezamos a sospechar que en realidad, tanto los franceses como nosotros nos hemos equivocado y no se trata de un restaurante sino de la casa de unos birmanos que impertérritos, como todos los asiáticos, no se sorprenden por nada, ni siquiera de que occidentales perdidos entren a su salón en mitad de la noche a pedir comida.
Retiran mantas y otros objetos y comienzan a preparar la cama para el niño a medio metro de nuestra mesa. Ahora, los que empezamos a sentirnos algo incómodos somos nosotros, como cuando los actores de una obra de teatro empiezan a interactuar con los espectadores. Los servilleteros, como en todos los restaurantes de Myanmar, constan de un rollo de papel higiénico dentro de un pequeño cubo amarillo. Una mesa llena de ellos actúa como la única barrera que nos separa del niño durmiendo.
El padre saca un palo para meterlo entre el televisor y la pared y salen cuatro o cinco gatos que empiezan a pelearse mientras les persigue un perro que atraviesa el supuesto restaurante.
Tras una larga espera, aparece nuestra comida y realmente está exquisita. La mejor que habíamos comido hasta ahora, pero en vez de hacer un gesto cómplice de aprobación a nuestros compañeros franceses que no parecen interesados en el espectáculo familiar, seguimos disfrutando de la cena con vodevil.
Por fin sale la cocinera, una señora entrada en carnes con aspecto maternal y cuyos brazos en jarra dan a entender que ella es la que manda y lleva las riendas del destino de la estirpe. Ofrece dulces a sus allegados sin quitar ojo a la telenovela, nosotros tampoco. Todo el mundo comienza a toser sin parar y Noe se acuerda de su temida triquinosis, enfermedad que la persigue en su imaginación y simboliza todos sus miedos. Por un momento, entre tanta supuesta complicidad con la familia y distraídos con el fragor de la serie, tememos meter nosotros también la mano en la caja de dulces.
De repente, cuatro o cinco perros y gatos salen de la cocina – almacén que contiene un gran arcón y perchas con chaquetas. La telenovela termina por hoy con el típico cliffhanger para que uno vuelva a verla al día siguiente. Toda la familia de la chica ha muerto en un accidente, ¿irá por fin a vivir a Yangón con su novio?
El dueño y padre de familia empieza a rezar ante un altar, quema incienso y entra en el escenario un vecino fumando que se mete en la cocina con las manos en la espalda. Conversa con la mujer mientras ésta echa calderos de agua a la carretera. Los animales comen las sobras. ¿No se atreverá a declararle que no puede vivir sin ella y que lo suyo fue más que un simple escarceo extra matrimonial?
Entretanto, en segundo plano, una niña desconocida aparece en bicicleta en medio del salón, aunque se va enseguida, creando uno de mis recursos preferidos en el cine, en el que al espectador se le distrae de la trama principal con alguna acción absurda de fondo.
El bebé sigue durmiendo al lado de una tele de tubo que no funciona y que seguramente ha sido sustituida por la actual de pantalla plana. En vez de deshacerse de ella, se guarda y siempre me pregunto si es por dejadez, por ecologismo o por no olvidar de dónde se proviene. La niña, cansada de secar vajilla, parece querer dormir y prepara un hueco al lado del bebé tras jugar con su teléfono móvil. El vecino se sienta detrás de la abuela, al lado de unas motos viejas que amueblan el destartalado salón y la oración del marido cada vez se hace más fuerte. Tanto que termina por oírse más que la televisión, a la cual nadie parece prestar ya mucha atención, pero sigue predicando en el desierto. Quizá las plegarias in crescendo simbolicen la tensión provocada por el trío amoroso.
Nosotros esperamos a un taxi sin sentirnos demasiado incómodos, ya que ellos parecen no estarlo con nuestra presencia. Bastante le costó al dueño explicarle al taxista dónde se encontraba el restaurante cuando le entregamos nuestro teléfono tras pedirle amablemente que hablaran entre ellos porque no nos estábamos entendiendo.
Sí, buscábamos vulgaridad y encontramos El Dorado.