Lujo en Fergana

Después de errar durante más de una semana por las montañas Alai, volvimos a la ciudad de Osh en un coche que sí se caía a pedazos, en contraposición con el vehículo nuevo de la ida. Al igual que cuando durante el transcurso de una fiesta, el Rioja se convierte poco a poco en vino de garrafón sin que nadie llegue a percatarse. Un kirguís que vestía un sombrero tradicional de fieltro blanco ejercía de conductor. No paraba de toser cual tuberculoso, mientras que las ruidosas toberas de ventilación escupían aire caliente mezclado con arena. En un intento de enfriar el ambiente, nuestro chófer se sacó de la manga un ventilador de aspas que una vez enchufado al mechero con una mano, pegó a la luna mediante una ventosa. Solo con verlo quedaba claro que se caería al primer bache y así fue. Volvió a guardarlo y nos resignamos a respirar el fino polvo. El funcionamiento de las ventosas en general engloba una metáfora que sintetiza un sinfín de grandes expectativas que nunca se llegan a cumplir.

Osh no parecía haber cambiado en exceso durante los últimos diez días. Los árboles no se habían cansado de dar sombra y la oferta de ocio seguía estancada, pero de nuevo tampoco necesitábamos demasiadas distracciones.

Nos conformábamos con una cama y agua corriente. Soñaba con afeitarme la barba más frondosa que jamás tendré.

Llegamos al hotel en el cual habíamos reservado una habitación. Al cruzar el aparcamiento, una pareja de jubilados europeos que acampaba con su auto caravana nos sonreía a nuestro paso desde sus sillas de playa. Pensar en su modo de viajar me recordaba a las ventosas. Una vez más, la feliz promesa se convierte en una triste realidad. Donde unos ven libertad, yo veo averías y ropa tendida en un camping. Ya me molesta cargar con una mochila de menos de diez kilos, como para tirar de un mastodonte de varias toneladas que luego hay que esconder en algún lugar cuando no se utiliza. Creo que prefiero el peor cuchitril inmueble que el mejor aparcamiento.

El mostrador se encontraba vacío, nosotros sudábamos y en la lejanía del largo pasillo se oía una televisión hablando sola. Solo faltaba un ventilador girando lentamente para que formáramos parte de un tópico cinematográfico. Al rato apareció una joven en chanclas vistiendo una falda larga. Sin perturbarse lo más mínimo, nos informó de que habían entregado nuestra habitación a otros clientes que llegaron antes y que el hotel ya se encontraba completo. Ante tal alarde de sinceridad sin contemplaciones, poco podíamos argumentar.

Finalmente, no necesitamos pedir a los jubilados que nos dejaran dormir en su auto caravana fantástica, porque la joven resuelta nos aseguró que nos alojarían en el hotel de enfrente sin que nos supusiera gasto adicional alguno.

El susodicho hotel ya lo conocíamos por internet, pero lo habíamos descartado porque el lujo barato que ofrecía, en forma de piscina y servicio de habitaciones, nos pareció un poco deprimente. Procuraba todas las comodidades que se pueden encontrar en los rancios hoteles europeos: un mostrador con personal vestido de chaqueta de color granate, un limpiabotas automático, moqueta en un pasillo infinito lleno de puertas iguales, un carrito solitario rebosante de toallas blancas y enseres de baño que esperaba a ser arrastrado por el personal de limpieza, así como un largo etcétera que excedía nuestras necesidades. Lo único interesante provenía del maltrecho ascensor con botones que costaba apretar y me recordaba a aquel en el que subía al piso de mis abuelos en Algorta hace más de treinta años. A veces no basta con lucir una melena rubia y deslumbrar con unos ojos azules para que una mujer resulte bella. Lo mismo le ocurre a ciertos hoteles.

Aun así, bajamos a la piscina y pudimos comprobar que nuestras sospechas no se alejaban demasiado de la realidad, o por lo menos de nuestra visión de ella. Una música atronadora amortiguaba los gritos de la descendencia de la Rusia más hortera, mientras chorretones de hollín descendían con paso imperceptible por un muro de balcones adornados con toallas de playa. Me costó hacerme entender, pero conseguí que nos sirvieran unas bebidas y que las apuntaran a la cuenta de nuestra habitación, como si fuera un galán de vacaciones en la Costa Azul. Así pasamos una tarde que no terminaba nunca, bebiendo cerveza con la tripa al sol en una piscina al son del Boys, Boys, Boys y observando a un padre que hacía aguadillas a su hijo cebón. Menudo contraste en tan solo cuatro horas. De la yurta a Sabrina y a esos años ochenta del siglo XX que nunca conseguimos aniquilar del todo.

Al día siguiente, tras desayunar, sufrimos una larga cola en un banco para cambiar divisas kirguisas a soms uzbekos, pero fue imposible, a pesar de que Osh se encuentra a unos escasos diez kilómetros del país vecino. Un taxi nos trasladó a la frontera y allí sí pudimos realizar el cambio de billetes que engordaba la cartera hasta romper las costuras, aunque monetariamente hablando siguiéramos igual. Solo polvo, puestos de venta de comida y alambradas separaban los dos países cuyos límites eran traspasados por vehículos ligeros, camiones y gente caminando que cargaba al hombro con neveras y otros electrodomésticos. Siempre me sorprende el equipaje de algunos asiáticos. En una ocasión, vimos en el aeropuerto de Islamabad a un paquistaní que viajaba a Londres y pretendía facturar un fardo de papel higiénico. Al parecer, hay quien no puede vivir sin su papel El Elefante.

Nunca habíamos cruzado una frontera a pie. Resultaba extraño caminar entre vallas cual inmigrante. Muchos se quejan de los grandes beneficios que supuestamente adquiere todo aquel extranjero que llegue a España con una mano delante y otra detrás, pero yo no veo tan claras las ventajas. No sentí especial gozo al cruzar la frontera y eso que me veía envuelto dentro de una inmigración fingida llamada vacaciones.

En la parte kirguisa un joven se prestó a traducir lo que el oficial fuese a comentarnos. El policía miró con desdén mi pasaporte desde su frondoso bigote y dijo: «vale». El intérprete repitió lo mismo. La ayuda siempre es ofrecida a uno cuando no la necesita, como cuando algún profesor se regodeaba durante días en lo que todos entendíamos, mientras que lo complicado lo pasaba de puntillas y deprisa, por si acaso. En mi opinión, detenernos en lo obvio y pasar de largo de lo que no entendemos forma parte de un mecanismo de autodefensa que nos reafirma y nos mantiene en pie. Al fin y al cabo, hemos venido a este mundo para pasar el rato, cuanto más tiempo pasemos enredados en lo fácil, mejor.

Se trata de esas pequeñas mentiras que si bien nos aglutina en una pieza, nos convierte también por ejemplo en paranoicos que opinan que a los subsaharianos que malviven en España, el gobierno les proporciona recursos de forma masiva quitándoselos a los nacionales. Según el INE, noventa mil inmigrantes llegaron a una España de cuarenta y seis millones y medio habitantes en 2017. Admitiendo el surrealismo que supondría que se les aportara dos años de prestación máxima por desempleo sin hacer nada, eso le costaría a cada español en torno a veinticinco euros al año. ¿De verdad alguien se cree que sus problemas se van a resolver porque dejásemos de ingresar, en el caso más desfavorable, menos de veinticinco euros al año, que suponen una cerveza al mes? Intentar convencer de que el foráneo es el enemigo, que amenaza con quitarnos el trabajo, pero a la vez es un vago que vive de las subvenciones no solo es un argumento contradictorio, sino que falso y trillado, cuyo único objetivo es crear pánico para erigirse como solución. Lo bueno de plantear soluciones a problemas que no existen es que después no hace falta ponerlas en práctica. Basta con no hacer nada.

Al lado uzbeko de la frontera le teníamos más respeto, ya que habíamos leído que los soldados se comportaban con modos arrogantes y desafiantes. Abrían maletas en busca de calzoncillos de contrabando y pedían sobornos, casi entrañables porque al cambio no llegaría a la paga que nos daban de pequeños. Pero nada de eso sucedió, ya que fue enseñar nuestros pasaportes y ver grandes sonrisas que tardaron décimas de segundo en hablar con entusiasmo sobre al Real Madrid y el Fútbol Club Barcelona. Nunca podré estar más agradecido a mis compañeros de trabajo, que me mantienen al día de los devenires del balompié durante el descanso matutino para tomar café. No me gusta especialmente el fútbol, pero gracias a ellos puedo seguir una conversación y de esta forma ocupar el tiempo establecido para los molestos trámites fronterizos en conversar sobre Messi y lo mal que lo va a pasar el Real Madrid sin Ronaldo, en vez de verme obligado a dar explicaciones por las pastillas y antibióticos que llevábamos encima. En la tapa del pasaporte se deberían incluir los escudos del Real Madrid y Fútbol Club Barcelona, por si acaso algún despistado se olvida y el jefe del estado y presidente de La Liga podrían fusionarse en la misma persona. Que sea Borbón, carlista o republicano en realidad sería lo de menos.

Negociamos el precio de un taxi con el primer uzbeko adulto que hablaba algo de inglés y dejamos de lado a los niños que vendían bebidas verdosas. Por mucha sed que tuviéramos, no nos atrevimos con ella.

Durante el trayecto nos acompañó otro pasajero que daba conversación al conductor y el cual prestaba poca importancia a la gran velocidad a la que circulábamos. Si abríamos mucho la ventana nos quedábamos sordos y si la cerrábamos, nos asábamos. Hay momentos en los que cualquier opción nos condena.

Nuestra idea era dormir en Margilón, en el valle de Fergana, para después tomar otro taxi hasta la capital de Uzbekistán y poder así encontrarnos con una señora que nos había reservado los billetes del tren que nos llevaría a Samarkanda, Bukhara y Khiva.

El valle de Fergana se sitúa entre Uzbekistán, Kirguistán y Tayikistán. Se trata de una depresión con forma de triángulo rodeada por cordilleras montañosas y conforma la zona más fértil de Asia Central, al encontrarse bañada por los ríos Naryn y Kara Darya. Desde la caída de la Unión Soviética se ha convertido en un foco de inestabilidad debido a que las fronteras artificiosas que intentaron ordenar etnias dispersas, carecen de sentido sin una fuerte represión. Algo parecido, aunque con consecuencias más drásticas, ocurrió en la antigua Yugoslavia. Si a los problemas étnicos se les une un resurgimiento del islam radical a lo largo de todo el valle, el problema se engrandece. La aburrida Osh que parece no haber roto un plato en su vida fue testigo en 2010 de estallidos violentos con cientos de muertos, destrucción de numerosas viviendas y miles de desplazados. Quien más, quien menos no ha sufrido un ataque de ira similar. A día de hoy, la zona se encontraba tranquila y pacífica. No atisbamos nada que pudiera indicar el más mínimo signo de violencia, solo hastío por el calor a lo largo del verde valle.

En Margilón nadie ocupaba nuestra habitación reservada. Es más, de nuevo nadie nos atendió en la recepción. El hotel se encontraba completamente vacío. Unos techos altísimos adornados con molduras de yeso blanco que apenas podrían distinguirse, presidían el amplio vestíbulo que recordaba a edificios decimonónicos coloniales. Una escalera amplia abrazaba el mostrador de la recepción hasta desembocar en un pasillo abierto más grande que muchos salones de palacio, desde cuyo techo colgaban tapices. Este no solo servía como acceso a las habitaciones, sino que la disposición de una barandilla permitía asomarse a divisar todo lo largo y ancho del establecimiento. Unas puertas pesadas de madera de tamaño desproporcionado permitían entrar en una habitación más amplia que la que resultaría si se juntaran todas aquellas en las que llevábamos durmiendo hasta ese día. Se podría tirar al suelo cualquier prenda y en vez de llenar la habitación, quizá desaparecería, al igual que cuando se vierte un vaso de agua en el océano.

El jardín de la entrada, entre muros de adobe, disponía de aspersores que rebajaban la temperatura y le permitían olvidarse a uno de que al otro lado se encontraba la cochambre. El comedor, ubicado bajo una carpa y en el exterior, con té servido en tazas de porcelana también posibilitaba tal evasión.

No era frecuente, pero a veces el mostrador de la recepción lo ocupaban adolescentes varios que parecían hermanos y rellenaban nuestras fichas o respondían a nuestras preguntas. Otras veces, les veíamos dormir en los sofás del vestíbulo. Con su apatía, parecía que no podían con la vida. Esa desgana suele esconder una lucha interna de alguien que cada mañana se propone levantarse de la cama, comprar algo de comida y ordenar por fin su vida, pero después piensa que mejor que no y pone la televisión.

Me imaginaba que sus padres, gente adinerada de la zona, habrían montado el hotel pensando en el resurgir de Margilón, ciudad milenaria que tuvo su esplendor durante las épocas doradas de la ruta de la seda, pero que ya ni siquiera tiene muchos turistas, solo algún extraviado de paso. Una muerte prematura podría haber dejado a los hijos al cargo, sin saber éstos cómo proceder. Ahora siguen con un negocio, que si bien flojea, no les quita mucho tiempo de mirar el móvil y holgazanear. Cargan con un futuro ingrato y un hotel de verdadero lujo en mitad de ninguna parte. Todo transcurría como una plácida y decadente tarde de septiembre, de las que muchas veces se puede arañar al verano.

Por fin montamos en una pequeña marshrutka de la línea 1 y entre mujeres con pañoleta y ancianos llegamos al centro de la ciudad.

En esta ocasión, la compra de una tarjeta sim en una tienda morada no resultó tan tortuosa como en Osh, pero los trámites parecían más arduos que la firma de muchas hipotecas. El joven uzbeko tecleaba sin parar no se sabe qué, porque nosotros pocos datos le habíamos proporcionado. Sentados frente a él, nos asemejábamos a una pareja que necesita con urgencia un crédito y espera con expectación la respuesta del banquero. Su tarjeta sim ha sido concedida, fue la conclusión.

Terminada la gestión, paramos a comer en un restaurante de esos en los que se desliza una bandeja por unos raíles metálicos y se escogen alimentos, un poco al azar porque el que viene detrás acecha con impaciencia. Ofertaban unas bebidas de color carmín que parecía granadina, pero tampoco nos atrevimos. Los peligros en Asia no provienen del terrorismo, sino de lo que se ingiere. Al final del trayecto, un hombre de aspecto tranquilo hacía cuentas con un ábaco para luego mostrarnos el resultado en una calculadora. Le pagamos y le hizo gracia que sonriéramos ante la pequeña paradoja.

El calor ya hacía tiempo que convertía cada paso en un infierno, así que nos refugiamos en la visita a una fábrica de seda. Nos brindaron agua fresca y la espigada adolescente nos guió por un recorrido insulso explicando cómo colorear los fulares con tintes naturales. Yo únicamente quería fijarme en los gusanos de seda digiriendo hojas y si acaso, quedarme a vivir con ellos, pero lo mejor nunca se muestra al público.

Paseamos sin rumbo por otra ciudad que poco tiene que ofrecer al visitante. Ya era la tercera de las vacaciones, pero a mí tampoco me importaba.

Con sentarme en un banco a beber un poco de agua tengo suficiente.

De vuelta al hotel, con el sol fatigado descansando, caminamos por los barrios alejados del ruidoso centro. Resultaba difícil distinguir si se trataba de hogares pobres o ricos, pero no disponían de mucho. Las cañerías en vez de enterrarse, se colocaban a la vista, llenas de quiebros a modo de metas volantes para que pasaran los coches y personas por debajo, lo que provocaba pérdidas de carga adicionales que se traducían en hilillos de agua en la ducha del baño por falta de presión. Una telaraña de tuberías de plomo cubría las calles. Para conocer la importancia de la vía bastaba con fijarse en los diámetros de las conducciones: cuanto más pequeño, más insignificante el lugar.

En una calle cualquiera, un niño regaba los árboles delante de su casa al atardecer. Puede que fuera lo único bonito que poseyera. Eso y una camiseta ya anticuada de Cristiano Ronaldo que seguirá vistiendo aunque haya cambiado de equipo. A él, tales detalles poco le importarán. Nadie cambia de coche porque la marca que conduce deje de patrocinar a su ídolo.

Algunos señores nos saludaban, otros nos paraban y se disponían a conversar con nosotros cogiéndonos del brazo con empatía, pero poco podíamos aportar más que sonrisas, ya que la incomunicación era completa. Las mismas sonrisas que se podían devolver a una niña cuando se le escapó su globo que cayó en mis brazos.

De vez en cuando pasaba algún vehículo nuevo, último modelo, impoluto y con los neumáticos brillantes. Sus propietarios se preocupaban de que así fuera, pero no podían disimular y escapar del hecho de que vivían en un lugar pobre. Por mucho que lo lavaran, les delataba que la zona de rodadura siempre se mancharía del polvo callejero, el mismo que nos teníamos que quitar de los pies cuando llegamos al hotel.

En la entrada no disponíamos de un limpiabotas automático, aun así, la sensación de quedarnos en un hotel de lujo en Margilón era clara. Al día siguiente marcharíamos a Taskent. Todo lo bueno se termina rápido.

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