«I CAN’T REMEMBER ANYTHING…»

Parece como si a los de mi quinta nos hubiera llegado el momento de pensar, consciente o inconscientemente, en una famosa cita de Jaime Gil de Biedma: “Ahora que de casi todo hace ya veinte años.” En realidad, solo se trata de una bonita trampa, porque siguen pasando las mismas cosas que siempre. Nada se ha detenido nunca, pero sí es cierto que hace dos décadas se dio un momento de cambio para los que hemos pasado la cuarentena, cuando ya no quedaban muchas excusas para no convertirse en adultos.

También fue la primera vez que empecé mi relación inestable con la altura. Ocurrió en Granada, cuando Noe y yo subimos al pico Mulhacén un día de niebla con la única guía de ese amigo imaginario que muchos alpinistas dicen ver a cotas mucho mayores. No fue difícil y tampoco noté que me faltara demasiado el aire, pero la subida sí me hizo consciente de lo que supone respirar, o mejor dicho, no hacerlo en abundancia. Desde entonces, las experiencias fueron creciendo hasta alcanzar los casi seis mil metros en una ocasión. He sufrido insomnio, náuseas, desplomes y hasta algo parecido a un brote psicótico, fomentado por lo aislados que nos encontrábamos con respecto a la civilización. Necesitábamos cuatro o cinco días de camino hasta llegar a la aldea más cercana y otros dos hasta Islamabad. Eso sí, que nadie piense que perseguí a mis compañeros con un cuchillo, simplemente me obsesioné una noche pensando en tiendas de campaña que se metían unas dentro de las otras a modo de fractales.

Mi cuerpo siempre ha reaccionado de forma diferente, sorpresiva y normalmente mal, a los incrementos de altura, mientras que Noe logra adaptarse sin inmutarse, porque lejos de mermar sus capacidades físicas, las mejora cuando estamos en lugares elevados. Una vez, la vi correr ladera arriba a cinco mil metros junto a los yaks. Entretanto, yo jadeaba por mantener un paso de caracol.

En esta ocasión, la altitud ha sido modesta. Se trataba de la cumbre sur del monte Aragats (3.893 m) a menos de dos horas de la capital de Armenia. Fue un paseo improvisado dentro de un viaje ya de por sí repentino, que nos ha servido para quitarnos de encima esa sensación de fracaso que supuso este último año y medio en el que nuestra vida anterior pareció haberse derrumbado. No solo por darnos cuenta de la fragilidad que supone la falta de salud o por creer envejecer una década en meses, sino también por notar ciertas amistades tambaleándose, por abandonar el deporte sin ninguna razón convincente y claro, por cortar de cuajo con los viajes, que permitían antaño poner distancia con el día a día y jugar así a escapar, a cerrar los ojos en algunos aspectos y abrirlos en otros.

Una vez que la pereza y la inacción se habían apoderado de nosotros, necesitábamos sentir, aunque fuera por un instante, que la vida ya no solo consistía en ver películas y vídeos de Youtube. En cierta manera lo conseguimos, porque aunque la ascensión fue un pequeño paseo, por lo menos nos encontrábamos lejos. Me pareció incluso agradable notar el granizo sobre las mangas de la chaqueta durante la subida, la soledad sin internet o escuchar los truenos que asustaban, pero también alentaban a seguir adelante. Subimos sin problema por una bonita arista que a ratos se llenaba de niebla, para luego despejarse y volverse a cubrir de nuevo, cual juego en el que dos se acercan y se alejan hasta que todo rompe por fatiga. 

Poco antes de llegar a la cima comimos unos bocadillos no demasiado apetecibles que se convertían en una pasta en la boca que costaba tragar. Me recordaban a la descripción del pan de molde que hacía Jose Luis Ugarte, léase: servilletas mojadas.  En la cumbre solo encontramos lo que suele haber en todas ellas, nada, junto a un pequeño vivac hecho a base de piedras. Divisamos el pico norte del Aragats y seguidamente comenzamos a descender por un camino claro que nos llevaría al lago Kari en no mucho tiempo y sin grandes complicaciones. 

Las sensaciones durante la bajada fueron buenas, incluso salió el sol y la tormenta parecía alejarse, igual que lo hacen los perros que ladran, pero terminan por mirar hacia otro lado y perdonarte la vida. No habíamos notado la falta de aliento durante la subida y nada presagiaba que de pronto fuera a pensar una palabra, pero dijera otra diferente, que las frases perderían la fluidez necesaria para ser comprendidas, que el infinitivo se adueñara de la situación hasta ni siquiera poder utilizarlo correctamente, pero así fue. Podía discurrir, más o menos, pero se me estaba olvidando hablar por momentos, como si hubiera prescindido de los idiomas sin haber antes pensado en una alternativa para comunicarme. No niego que fue un trance angustioso y más para Noe, ya que nos encontrábamos solos, pero también fue una de las experiencias más extrañas que recuerdo porque nunca en mi vida había sido consciente sin poder pensarlo con palabras. Nunca me había desligado completamente del lenguaje durante un rato. El episodio empeoró cuando ya no recordaba lo que habíamos estado hablando esa misma mañana, los nombres de familiares o el país en el que estábamos. Noe me hablaba y yo la oía, pero todo resultaba ajeno, lejano, nuevo y escalofriante. Me pedía que le volviera a contar la anécdota que había leído sobre el recién fallecido Charlie Watts, pero primero tenía que averiguar quiénes eran The Rolling Stones. Fue como aterrizar en paracaídas en una nueva vida, una nueva versión de la película Memento, mezclada con Johnny cogió su fusil porque además de no recordar nada, tampoco lo podía compartir con nadie. Sufrí en mis propias carnes un anulamiento de la identidad instantáneo, una demencia senil inmediata, pero lo más curioso es que me acuerdo perfectamente de ello y que tampoco caímos en un pánico histérico, sino que lo asumimos, como quien no puede concebir lo que está ocurriendo. Si la pandemia me había envejecido diez años, la altura del Aragats lo hizo treinta años más de golpe y eso que no sobrepasa los cuatro mil metros.

Llegamos al coche de alquiler y recogimos las cosas, pero sin llevar a cabo los rituales habituales porque ya no me podía apoyar en ellos. No sabía si primero quitarme las botas o vaciar el agua de la cantimplora, si guardar la chaqueta o ponerme gafas de sol, porque por un momento carecía de referencias. Comenzamos a descender por la carretera estrecha con nerviosismo, pero lo cierto fue que al llegar a un restaurante en el que paramos a comer y gracias a encontrarnos por debajo de dos mil metros, volví lentamente a recobrar el habla y la memoria. Todo había sido pasajero, un mal trago de dos horas. Ahora sí podía responder que Lawrence de Arabia seguía siendo mi película favorita o el nombre de mi madre. Ya no me extrañaba que mi suegro y mi cuñado se llamaran igual, pero el peaje a pagar fueron unas fuertes cefaleas que no cesaron en días, como si me hubieran drenado todos los recuerdos y al intentar introducirlos de nuevo, ya no cupieran a no ser que se metieran a retaque y de ahí el dolor.

Cuando recuperamos la cobertura de internet, buscamos los síntomas de un posible ictus, pero al no presentar los más habituales y dado que en dos días volvíamos a casa, nos abstuvimos de acudir a un hospital armenio en el cual no nos íbamos a entender con nadie, ni solucionar una emergencia que ya no parecía existir. Lo achacamos a una aclimatación incorrecta a la par que inexistente.

Llegamos a Oviedo y los dolores de cabeza parecía que iban en descenso. No habían desaparecido del todo, pero por lo menos ya no me dolía al estornudar o al toser. Quedaba una visita pendiente al médico, lo cual me daba cierta pereza por entrar en la lánguida burocracia de lo que no apremia. Fui a trabajar, mantuve alguna reunión, pero llegado el mediodía, noté que no me apetecía nada comer, sino que prefería mucho más ir al hospital debido a las náuseas que estaba sintiendo. Llegué por mi propio pie al servicio de urgencias del HUCA (Hospital Universitario Central de Asturias). 

Reconozco que solo con verlo me pongo de mejor humor, ya que visitarlo siempre supone una lección de vida, porque da igual la hora, la condición o el problema, que siempre serás atendido. No se me ocurren otros lugares, sin guerras de por medio, donde la humanidad se perciba y se muestre tan en carne viva, sin posibilidad alguna de mantener lo artificioso en pie durante mucho rato.   Me sigue pareciendo magia la capacidad que tiene la sanidad pública de absorber ese caos que podemos ser las personas en nuestro peor momento y aun así tratarnos con ternura. No hay otra forma de describir cómo se comporta el personal sanitario con los Baldomeros y Belarminas que aparecen por allí, que suelen ser mayoría, siempre desorientados, contando un montón de detalles costumbristas que aunque son prescindibles en un diagnóstico médico, tienen su valor porque se alejan de esa actualidad tan impersonal. Ojalá al hablar con el médico me llamara yo Celestino y en vez de contarle solo mi afasia, le describiera las costumbres armenias de hacer vida en la autovía y cómo una familia entera puede cruzar la calzada caminando para comprar un flotador que venden en un puesto ubicado en el arcén opuesto. Me parecería un poco a Jack Lemmon soltando sus historias sobre béisbol al primero que encontraba en la gran película llamada Salvad al Tigre, porque la realidad es que me siento más cercano a su personaje que a la joven a la que daba la tabarra, pero yo hablo poco.

La gente con ciertos años ya no conversa sobre las noticias de hoy, que es como no hablar de nada, sino que le cuenta a cualquiera la última visita de sus hijos o le hablan del sol que entra por la ventana en sus sus casas al atardecer, a las que deberían volver según su criterio, en vez de estar perdiendo el tiempo en el hospital. Ya ni siquiera importa si los hechos transcurrieron hace veinte años, porque bien podrían ser cincuenta o sesenta.  Algunos de los que se ven en urgencias son más dóciles y miran al infinito descamisados, igual que lo hacía yo cuando no recordaba nada en las faldas del monte Aragats. En cierto modo, parecen recién nacidos a los que todo les sorprende. Se dejan la bragueta abierta y tampoco les importa, porque sus prioridades han pasado a ser otras y estas se encuentran en las antípodas de presumir. Otros, en cambio con necedad, se escapan bastón en mano, hasta que a la media hora, después de recorrer sin rumbo medio hospital, un guarda de seguridad los devuelve a su sitio. Casi nunca consultan su teléfono ni llevan puestos pantalones de pitillo, pero el personal sanitario se fija poco en las modas. Ellos les siguen hablando con cariño y respeto por mucho que no sepan nada de Twitch y por muy fuera que se encuentren de lo que se supone que es la vida ahora, si es que alguien realmente lo sabe. Se limitan a separarlos de los demás con un biombo cuando después de que los pacientes se quedan a gusto con las anécdotas, los médicos necesitan explorar unas carnes flácidas y pálidas en busca de una patología. A pesar de mi dolor de cabeza y de la larga espera, aguardaba paciente mi turno, porque visitar urgencias siempre me resulta provechoso, no solo en lo médico (en el TAC no encontraron hemorragia alguna y mis surcos son normales para mi edad), sino que es como el cine, más grande que la vida misma. De la punción lumbar sin anestesia que me esperaba sin saberlo, mejor no dar más detalles, salvo que las sospechas de tener síndrome de Händel no fueron confirmadas.

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7 comentarios sobre “«I CAN’T REMEMBER ANYTHING…»

      1. Yo también caí en la confusión de que lo que publicaba era ficción, pero no, nada de eso. Todo es absolutamente real. Tu narrativa es muy original y atrapa al lector de inmediato. Gracias por este relato y deseo que tu salud no se agrave. Disfruté la experiencia como si hubiera ido con ustedes. Saludos

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  1. Me alegra volver a leerte, aunque siento que haya sido en estas circunstancias. Espero que te encuentres mejor y que quede todo en una anécdota. He tenido la suerte de no frecuentar muchos hospitales, pero esa conciencia de la fragilidad y la realidad de la vida es abrumadora.

    Un fuerte abrazo, compañero. Adelante!

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