LOS MALOTES BUENOS Y MALOS

Terminado el curso escolar de 1992, volví a España, a un pueblo en Cantabria de menos de quinientos habitantes. Allí pasaba los días con mis primos y sus colegas, a los cuales había conocido durante las visitas estivales de años anteriores. Hasta que hice amigos de mi edad en el instituto, me llevaban con ellos a sus planes, sin importarles los años que me llevaban. Bebían cubalibres en vasos de tubo y guardaban la cajetilla de tabaco en el bolsillo de su camisa blanca con rayas. Los domingos, sus pantalones vaqueros terminaban en unos mocasines negros, mientras que el chándal y las camisetas de publicidad los reservaban para jugar al futbolín en el bar del pueblo las tardes entre semana o para echar una partida de cartas con los jubilados que llegaban en ciclomotor con la boina puesta bajo el casco. Trabajaban de lo que podían y cuando podían, y sin embargo, a mí siempre me parecían millonarios. Era una época en la que las apuestas bravuconas se medían por cenas, sin necesidad de especificar el restaurante, porque seguramente nunca se saldaban. Para mí fue un gran contraste, y aunque no tenía mucho en común con los amigos de mis primos, no puedo decir una sola mala palabra al recordarlos, sino todo lo contrario, ya que me acogieron con una calidez que ya me gustaría a mí mostrar.

Me tomaban el pelo, pero yo sabía que si fuera uno de los que se metían en líos, ellos hubieran venido a socorrerme con un pitillo en la boca. Fumar parecía formar parte de su sistema nervioso autónomo. No sé cómo me las apañaba, pero yo les traía tabaco americano del que luego presumían, aunque también se vendiera en los estancos de España. Es como quien te pide un gato chino de la suerte si viajas al país asiático en vez de comprarlo en cualquier bazar, pensando que la fortuna le será mayor tras el esfuerzo realizado por conseguir un producto de plástico auténtico. Aseguraban que sabía mejor, pero quién sabe. Lo intangible existe y seguramente termine por ser más poderoso que lo palpable.

También los veía fumar Ducados, pero desconozco si por gusto o porque no querían gastar más en comprar Marlboro. El tabaco se ha convertido en tabú y su uso se concentra mayoritariamente en las salidas y entradas de los lugares. Uno se aparta por un momento de lo que lo mantiene ocupado en la oficina, baja a la calle, fuma y vuelve a subir para seguir con su tarea. Lo que antes se compatibilizaba con cualquier actividad y se alargaba placenteramente para ellos, se ha convertido en un fin en sí mismo reducido a un gueto temporal. Fumar daba pistas del desdén con el que se hacían ciertas cosas, por ejemplo cocinar. Me cuesta encontrar una imagen más nítida de la desgana que la de quien revuelve un puchero lleno de alubias con una mano y en la otra sujeta un cigarro cuya ceniza ya empieza a curvarse hacia la desgracia. Ya no se ve a la gente inflar una colchoneta en la playa con el logotipo de la empresa donde trabaja su padre para luego adentrarse al mar con ella junto a las gafas de sol y el pitillo que desafiaba a la gravedad entre sus labios.

Uno de ellos conducía un Peugeot 505 verde con varios años encima. En el asiento de atrás, yo solía bajar la ventanilla en verano sin importarme que entrara un olor a boñiga que hoy en día echo de menos. En el radiocasete siempre andaba puesta la misma cinta, la banda sonora de Calles de Fuego. Una tarde fui un imbécil y protesté por la música, la cual consideraba trasnochada en los albores de la modernidad, o eso pensaba yo a los dieciséis años.

Calles de Fuego fue estrenada en 1984. Ese mismo año nació mi hermana pequeña y apareció el Macintosh de Steve Jobs. No me llevaron al cine a verla, pero seguro que no la hubiera elegido de haber tenido opción. Quizá cuando llegamos tarde a la sala y me perdí el gran prólogo de Indiana Jones en el Templo Maldito, también estaba en cartelera sin saberlo. Se trata de una de tantas películas que no se consideran obras maestras, pero casi mejor así, porque de este modo no hace falta ponerse demasiado solemne cuando se mencionan.  El cine de Walter Hill no es nada pretencioso, sino que forma parte de los autores ubicados en segunda fila con los que tanto disfruté en los ochenta y ahora, tal y como me ocurre con Barry Levinson.

Sin ir más lejos, acabo de ver la película en cuestión por primera vez y no puedo más que sentirme más tonto si cabe con mi comentario de hace treinta años. Si hubiese sabido entonces que parte de la música la había compuesto Ry Cooder, me hubiera dado una auto colleja preventiva, aunque solo fuera por respeto al músico que ya había trabajado anteriormente con el mismo director en Southern Comfort (1981) y más tarde en El Gran Despilfarro (1985) o Cruce de Caminos (1986).

He necesitado tres décadas para digerir mi orgullo y dejar de defender a ultranza mi postura altiva adolescente. Ha merecido la pena comerme mis palabras tras ver un inicio de película trepidante con una estética que mezcla la de los años cincuenta con la de los ochenta, para que todo parezca más fantasioso, como si transcurriese en uno de los multiversos que Marvel ha puesto tan de moda. ¿Qué he hecho yo para merecer esto!, de Pedro Almodóvar, también podría considerarse otro ejemplo de lo mismo, ya que parece Madrid, parece España, parece que se representan los ochenta, pero en otro Madrid, en otra España, en otros ochenta.

La trama resulta sencilla, casi medieval, pero llevada a cabo con el sentido del humor del que no se toma nada demasiado en serio y que entreveo cuando reviso el cine de aquellos años. No olvidemos que la manera de fumar daba muchas pistas. El día de mañana, las señales pueden que provengan de la forma en que sonreímos a la pantalla del teléfono móvil. A pesar de todo, le he cogido un cariño inmediato, de esos que cuesta explicar. Ahora soy yo quien no puede dejar de escuchar la banda sonora en Spotify. Por lo menos, ningún niñato vendrá a molestarme por ello.

La sinopsis podría ser la siguiente: una damisela es raptada por Willem Defoe, el malote malo. Entonces Rick Moranis, el novio pusilánime pero con posibles, contrata al apuesto exnovio malote bueno, Michael Paré, para rescatar a la atractiva Diane Lane. Los dos malotes se pelean y gana el que todos sabemos. Los exnovios reavivan su pasión incontenible, pero saben que no funcionará, así que dejan su historia de amor sin cerrar, cual puntos suspensivos. Por momentos parece un western callejero, hasta que transmuta en un musical o viceversa. Todo es oscuro, como en Sin City o Rescate en Nueva York. No importa el argumento, no importan las cursilerías y horteradas, cuando quieres ir rápido a ninguna parte, pero con energía. No podía faltar la niebla ni el humo saliendo de no se sabe dónde, porque es difícil recordar el pasado sin mucho humo

 

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