En ocasiones, el lujo que desprende un lugar no depende tanto del dinero invertido en el mismo, sino de saber envejecer bien y el Hotel Palmyra es un claro ejemplo de lo segundo. Siempre tendré pendiente escribir un relato sobre los hoteles que hemos visitado a lo largo de los años, más que nada porque los recopilatorios se parecen un poco a la muerte y por ello lo pospongo. Los músicos lo saben mejor que nadie, así que mejor dejar las antologías para cuando no haya más viajes, ni futuro, para cuando la existencia quede perfectamente acotada dentro de una caja y tenga todo el tiempo del mundo para regodearme dentro de ella.
Nos hemos hospedado en todo tipo de antros, pero también en algún que otro hotel tan caro como olvidable una vez que pagas, sobre los cuales sería incapaz de escribir dos frases sin bostezar. Sin embargo, los que denotan un esplendor pasado y se han ido abandonando a plazos, resultan tremendamente atractivos. Al no remodelarse en décadas, significa que sus dueños han resistido la tentación de arreglar el desconchado de la pared, cambiar las puertas de madera que al hincharse no cierran bien o sustituir los cristales de las ventanas que se rompen con la mirada por unos con cámara de aire que al colocar la mano no se nota corriente alguna. Todo queda por los siglos de los siglos más o menos tal cual se concibió. Sólo hace falta esperar, cuánto más mejor para que quede desconchinflado, a medio caer y encender la luz haga tanta ilusión como mirar si te ha tocado la lotería, porque uno no las tiene todas consigo si va a funcionar o no. Tampoco se pueden tomar atajos porque se nota si se hace adrede, igual que ocurre cuando un bar recién estrenado pretende adquirir, a base de decapar los muebles de Ikea, una solera que no le corresponde.
Eran alrededor de las diez de la mañana. Llevábamos aproximadamente una hora conduciendo el coche que alquilamos en Beirut para recorrer el Líbano cuando éste nos dejó tirados en mitad de ninguna parte, que se suele corresponder con parajes llenos de polvo de arena. Si nuestras vidas fueran películas, en este momento podría empezar Giro al Infierno, pero no soy Sean Penn y Oliver Stone no es el dios que lo decide todo por mí. Cruzamos la calle y nos sentamos en un restaurante a ver a la gente comer y reír, porque incluso en países que están en vías de descomposición, la gente sonríe. Quizá la sonrisa no tenga nada que ver con la felicidad o el bienestar y sólo representa su anhelo. No conocíamos casi nada de el Líbano, salvo lo obvio: la cruenta guerra civil, la explosión del puerto hace dos años y poco más. Tres días en la capital nos bastaron para darnos cuenta de que el país ha sido machacado en los últimos cincuenta años de forma continuada y por diversos y variados motivos.
En el campo, parece que la pobreza se disimula mejor, pero sólo se debe a que uno se topa con menos personas y menos basura. No significa que no exista, sólo resulta menos visible y además, tampoco es que estuviéramos en las Hurdes de la postguerra española, porque el Líbano no se encuentra en una situación tan penosa, por lo menos de momento.
Los jóvenes comían entre carcajadas y las familias al otro lado del ventanal caminaban por la calle principal en aparente tranquilidad, guardando su desasosiego para adentro, como hacemos todos, porque cuando el nerviosismo generalizado se empieza a percibir entre el común de los mortales, ya es demasiado tarde y suele significar que algo muy atroz se avecina de modo inminente, léase el gran meteorito definitivo.
Mientras esperábamos a que nos trajeran un coche de sustitución, Noe me propuso llamar a un hotel que había encontrado y comprobar si tenían alguna vacante para esa misma noche. Si bien nunca solemos concretar los planes con demasiada antelación, en este viaje llevamos nuestra mala costumbre al límite, ya que tras un fin de semana de zozobra sin saber qué hacer, compramos los billetes de avión un domingo por la tarde y volamos menos de veinticuatro horas después. Noe se acordó mientras embarcamos en Madrid que íbamos a llegar a las diez de la noche a Beirut y no teníamos reserva alguna en ningún hotel, así que aprovechó los últimos bits que nos dejó utilizar la auxiliar de vuelo antes de despegar para solventarlo. Tras pasar unos días en la capital del país, nuestra intención era recorrer el valle de Beeka hasta llegar a Baalbek, ciudad que alberga las ruinas del mayor y mejor conservado complejo de templos romanos del mundo.
Desconocía que fue en Baalbek donde se formó Hezbollah allá en 1982, cuando unos estudiantes cambiaron los pantalones vaqueros por el chador y por las barbas frondosas típicas de los fundamentalistas islámicos y los hipsters. Las imágenes de los ayatolás iraníes empezaron a ser veneradas e inundaron las calles, complicando aún más la situación de un territorio inmerso en una guerra dentro de un cartucho de dinamita siempre dispuesto a estallar que representa Oriente Medio, gracias a una mecha muy corta donde se entremezclan las luchas de religiones, étnicas o de simple poder. El valle se cubrió de hachís y las columnas del templo de Júpiter que tanto impresionaron al Kaiser Guillermo II quedaron en segundo plano.
También ignoraba que estaba llamando al Hotel Palmyra, abierto en 1874 por un empresario griego y que llevaba dando servicio a sus clientes ininterrumpidamente desde entonces. Al otro lado de la línea se encontraba Rima Husseini, una mujer valiente que lucha contra la desigualdad de su género en condiciones inauditas a ojos de nuestra sociedad occidental actual y sin embargo, le siguen quedando fuerzas para regentar un hotel que más que un negocio, se parece a una empresa romántica contra el olvido. Hablaba un inglés correctísimo con un bello acento británico y cuando me escuchó comentarle el precio de la habitación a Noe, me contestó en español. Posteriormente leímos que Rima Husseini había participado como traductora en los acuerdos del fin de la guerra civil de el Líbano, que ejercía de abogada, de profesora universitaria e incluso de bailaora de flamenco.
Reservamos la habitación y tras una larga espera, la agencia de alquiler nos proporcionó un segundo vehículo para seguir nuestra ruta. Las banderas amarillas de Hezbollah poblaban las márgenes de la carretera que transcurría por el valle fértil entre las cordilleras del Líbano y Antilíbano. Si bien a finales del siglo pasado, la región no era apta para visitantes, a día de hoy resulta un lugar relativamente seguro, dado que el terrorismo se ha desactivado.
Con bastante retraso, llegamos al Hotel Palmyra, un establecimiento que se cae a pedazos, como si poco a poco le pesara toda la historia que aguarda en su interior. Nos recibió un anciano que podría haber sido el mayordomo de Vlad III, encargado tanto de recibir a los visitantes como del preoperatorio de todo buen empalamiento. Se encontraba al corriente de nuestra llegada, pero costó hacernos entender, ya que hablaba francés, además de árabe, pero no inglés. El cuarto a donde nos condujo ya era un anacronismo en sí mismo. No había rastro de ordenadores, ni mostradores tras los que se esconden trabajadores jóvenes uniformados con trajes azul marino, los cuales ofrecen que se eche un vistazo al tríptico de tours de la zona, en tanto ellos inscriben a uno y finalmente hacen entrega de una tarjeta de plástico envuelta en un sobre donde pintan el número de habitación y subrayan la contraseña del Wifi.
El anciano decrépito abrió con esfuerzo un gran libro de registro donde apuntó nuestro nombres y guardó los billetes que le facilitamos en una pequeña caja metálica que posteriormente guardó en el cajón de una mesa de madera tan añeja que podría haber vuelto a criar raíces y recordar el árbol que un día fue. Las llaves de la habitación también pesaban, igual que el espeso ambiente que no se remedia con abrir las ventanas para ventilar, ya que sería como destapar un botella de perfume para comprobar cómo se va evaporando.
Finalizados los prolegómenos, acompañamos al octogenario trabajador por un gigantesco hall con restos de esculturas romanas a los costados y un gran cartel conmemorativo del centenario de la visita del Kaiser Guillermo II en 1898, lo cual me hizo sospechar de que no nos encontrábamos en un lugar cualquiera. Sólo faltaba que nuestro anfitrión portara un candelabro prendido mientras subíamos por la oscura escalera cubierta por tapices que descendían por las interminables paredes descoloridas cual acuarela hasta convertirse en alfombras que nos guiaban hacia a uno de los pisos superiores.
Ahora sí se empezaba a percibir un cierto olor a cerrado que no terminaba de ser del todo desagradable. Todas las habitaciones daban a un recibidor con suelos formados por mosaicos que o bien no se habían restaurado desde el siglo XIX, o el impostor que vendió el nuevo suelo como antiguo hizo un muy buen trabajo. Flores secas decoraban las estancias frías, propias de un pasado al que ya no estamos acostumbrados, salvo en la literatura. La mampara de la bañera con sus propios pies, en realidad era un biombo de madera pintado de negro y decorado con motivos orientales. Los cables de la precaria instalación eléctrica quedaban a la vista de unas paredes color carmesí hasta llegar a un interruptor que con total seguridad no funcionaria. Si lo hiciera, encendería unas bombillas mortecinas propias de las estampas de que denotan todo menos alegría, porque antaño, todo parecía oscuro salvo en Times Square o Picadilly Circus. Las ventanas no cerraban bien y se sentían las ráfagas de viento gélido proveniente de las cumbres aún nevadas de la sierra cercana en unos de esos días en los que el invierno ha terminado oficialmente, pero todavía no ha empezado la primavera de facto.
Abrimos una de ellas y nos encontramos con el templo dedicado a Júpiter junto al más pequeño utilizado para reverenciar a Baco. Fue construido dos mil años atrás por los romanos, quizá como enclave para conectar el mediterráneo con las estepas anatólicas en la actual Turquía.
Nos tumbamos en una cama que nos engullía sin querer y antes de que se nos cerraran los ojos, nos llamó nuestro anfitrión para anunciarnos que dado que éramos los únicos huéspedes aquella noche, Rima le había pedido que nos alojara en una habitación más grande, dispuesta con una salita adjunta donde tomar un té con vistas a las magníficas ruinas.
Noe siempre se percata de que en las confiterías, suele ser habitual que le ofrezcan a uno el pastel más pequeño de los presentes, como si guardaran los más hermosos para clientes posteriores que quizá no se presenten nunca. Solemos incidir entre nosotros que además de una costumbre rácana, no parece demasiado astuta, ya que el cliente del futuro nunca se percatará de qué pasteles había con anterioridad y sólo comparará los que ve con los allí presentes, con lo cual, creemos que lo más sabio consiste en ofrecer siempre el más grande y de este modo, todos quedarán contentos. El gesto de Rima por tanto, además de agradecerlo, nos pareció propio de una persona inteligente, creando en nuestra imaginación un mito al que seguramente nunca llegaremos a conocer en persona.
En la nueva habitación el agua caliente apenas salía de la grifería, que parecía no haber sido abierta en décadas y al hacerlo, retumbaban las tuberías en un gesto tan propio de un cine de los años noventa del siglo pasado que tan mal ha envejecido según mi entender. Me refiero al cine de Jean-Pierre Jeunet por ejemplo. Si revisara sus películas, quizá en ninguna se vea la cámara siguiendo el escandaloso ruido producido al abrir la instalación de fontanería por toda la vivienda, pero yo lo asocio a su cine, a sus colores saturados, a sus personajes con gestos histriónicos que se acentúan cuando el foco de la cámara se acerca con premura en unos primero planos que me suelen desagradar al recordarlos. En su día me gustaron mucho Delicatessen, La ciudad de los niños perdidos y Amelie. Las consideré buenas películas e innovadoras en comparación con la basura que vi en la década anterior, pero no quiero volver a verlas para no llevarme la gran decepción. Sin embargo, no tengo problemas en recuperar a los Zucker, Abrahams, Zucker o a John Landis, ya que a pesar de que sus propuestas parecen menos vanguardistas e incluso pueden ser consideradas cochambre, por alguna razón aguanta el paso de los años. Seguro que hay estudios psicológicos que explican el placer de regodearse entre la porquería y sentirse arropado por la certeza de que poco va a ser demandado de ti mientras lo haces. Lo resumió bien uno de los grandes filósofos de nuestra era, cuya cita repito hasta la saciedad porque tiene encaje en mil y una situaciones: Cuanto peor mejor.
La cama de la nueva habitación nos volvió a engullir hasta que oímos otro golpeteo en la puerta. La abrimos y se trataba de nuevo de nuestro anfitrión. Sospechábamos que sólo nos encontrábamos los tres en aquella inmensidad que recordaba al Hotel Budapest de Wes Anderson. Con una gran sonrisa nos traía una bandeja de plata con té, naranjas y bizcocho. Entró en la salita y la dejó en la mesa con vistas a las ruinas. El bizcocho lo noté seco, pero recordaré por mucho tiempo el té que tomamos viendo aquellos vestigios imponentes de piedra. Serví una y otra taza, porque cuando se trata de té y café, nunca se bebe suficiente. El factor limitante siempre termina siendo el tamaño de la tetera o la cafetera. No quisiera imaginar mi sistema nervioso si salieran del grifo.
Bajamos a recorrer el hotel y nos encontramos con fotos de los huéspedes más ilustres que se alojaron a lo largo del siglo XIX y XX como: Charles de Gaulle, El último sha de Persia, Albert Einstein, el ya mencionado Kaiser Guillermo II, el fundador de la república turca Kemal Atatürk o Jean Cocteau, cuyos grabados decoraban las paredes de aquel museo sin que se notara, como quien cuelga un Modigliani de una alcayata oxidada en un desván. El artista se hospedó durante un mes en 1960, en pleno esplendor del Hotel Palmyra, cuando en el Líbano se reunía la gente guapa con dinero del mundo entero, igual que lo hacían en Acapulco, también en decadencia en la actualidad. Una época que recuerda a los smoking blancos al anochecer que aguardan pitilleras de plata. No en vano, desde 1956 se celebra en las propias ruinas un festival internacional que podría considerarse como total, ya que incluye teatro, música, ópera o ballet. No es de extrañar por tanto que el Old Vic Theatre Company, el ballet Bolshoi, Nina Simone o Ella Fitzgerald actuaran allí y pasaran unas noches enfrente, en el Hotel Palmyra. Entre 1974 y 1997 el festival sufrió un parón por la guerra, pero desde entonces sigue vivo, que no es poco. No me importaría volver a presenciar una ópera entre columnas romanas en equilibrio aparentemente inestable. ¡Qué mejor paraje para representar por ejemplo La Coronación de Popea!, tal y como ya se hizo en 1961.
En el libro de visitas todos hablaban maravillas del personal del hotel. No hace poco se ha muerto Ahmed, el cual llegó en 1954 para ayudar durante unas horas y se quedó más de sesenta años, toda una vida. Leímos una entrevista donde explicaba que cuando era joven, el dueño del hotel les quiso enviar a una prestigiosa escuela de hostelería en Suiza. El gerente de dicha escuela se alojó en el hotel durante un mes y tras el trato recibido sentenció que no tenía sentido enviar al personal del Hotel Palmyra a ninguna escuela, ya que no les podía enseñar nada que no supieran, que más provechoso sería que él trajera aquí a sus estudiantes para que aprendieran de Ahmed y compañía.
Al anochecer, salimos a dar un paseo por la ciudad, la cual se vaciaba de gente y llenaba de frío y oscuridad, porque no en todos los sitios se encienden las luces de las calles cuando cae el sol. Nos esforzamos por no tropezar o encontrar un sitio donde no ya cenar, sino beber algo, porque ciertas ciudades te expulsan de sus calles a ciertas horas a base de vacío y negrura. Las luces verdes de la mezquita, color islámico por excelencia, se reflejaban por toda la calle cual halo que ambientaba nuestra soledad. Apenas encontramos almas por allí, sólo a la vuelta, en la entrada de las ruinas, vislumbramos un local que disponía de shishas para fumar tabaco afrutado y chocolatinas. Una tele de fondo y los gorgoritos de las pipas de agua nos acompañaron ante las tinieblas de piedra detrás de las cuales se pondrían hasta las trancas de vino los seguidores de Baco dos mil años atrás.
¡Tan cerca y tan lejos de Palmira!, pensamos. Siria se encontraba a escasos kilómetros.
Vaya joya de Hotel! El puro encanto de la decadencia. La mención a Rajoy, atómica. Por cierto, llevabas mucho tiempo sin escribir…
Abrazo fuerte
Carmela
PD. ¿Eres tildista?
Me gustaLe gusta a 1 persona
Fue lo mejor de un viaje un poco desastroso😅 Sí soy tildísta, pero se ve que no demasiado riguroso😆Ya lo he corregido😉 Un abrazo.
Me gustaMe gusta
Te has hecho de rogar, pero por fin tenemos nuevas de tus aventuras. Te he leído embelesado, temiendo en cada renglón acercarme al final. De ahora en adelante, diré que yo también estuve en el Líbano, pues así me he sentido siguiendo tu narración. Espero que haya más capítulos de este viaje.
Coincido en el encanto y la autenticidad de la decadencia.
Un fuerte abrazo, adelante!
Me gustaLe gusta a 1 persona