quattro stagioni INTERRUPTUS

 

 

Si las comparaciones fuesen tan odiosas que se prohibieran y se me permitiese abusar de la expresión, se perdería uno de los arietes más notables para transmitir ideas o incluso sensaciones, ya que las metáforas y las alegorías no son más que paralelismos arraigados en nuestra mente que nos ayudan a comprendernos entre sí.

Desde tiempos inmemoriales, o al menos desde el siglo XVIII, se han utilizado las cuatro estaciones del año para simbolizar el transcurso de una vida desde el nacimiento hasta la muerte y el inicio de otra nueva vida. Pintores con tanto renombre como Goya y otros menos conocidos, como Quillard, han plasmado en sus lienzos la inocencia de la primavera, que representa la niñez; el tórrido verano, que simboliza la juventud; el melancólico otoño, que no es más que la madurez; y el gélido invierno, que nos recuerda la vejez. Vivaldi tampoco pudo resistirse a la tentación de utilizar las estaciones del año para componer su obra más recordada, llena de temporales en invierno y letargo durante el estío. Éric Rohmer hizo lo propio con sus películas: «Cuento de Invierno», «Cuento de Primavera», «Cuento de Verano» y «Cuento de Otoño», en las cuales quise ver colores azules, verdes, rojos y naranjas en cada una de ellas.

Regodearse artísticamente en el ciclo inevitable de las cuatro estaciones y el consecuente paso del tiempo quizá sea lo poco a lo que podemos aspirar como especie para combatir lo que, en mayor o menor medida, todos sufrimos, que no es otra cosa que el miedo a morir, a oxidarse de tanto respirar, a los radicales libres que arrugan la piel, de los cuales la mayoría no teníamos constancia hasta que aparecieron en una publicidad televisiva, siempre intrusiva, como adversarios a derrotar. Los radicales siempre han estado mal vistos desde la placidez del indolente, por no hablar de la pobre opinión que tenemos de los libres.

Las cuestiones culinarias tampoco se escapan del ciclo vital cuatripartito. Basta con ver que los italianos inventaron la pizza quattro stagioni, dividiendo en cuadrantes con ingredientes propios de cada temporada uno de los círculos más bellos jamás creado por la humanidad, que lamentablemente se convirtió injustamente en el paradigma de la comida basura, con permiso de las hamburguesas.

Pero no ha sido hasta este año que la idea de las cuatro estaciones culinarias se ha arraigado de modo tan vívido en mi mente. Esto ocurrió después de visitar un restaurante en Oviedo que me enamoró desde el momento en el que reservé una mesa por Whatsapp y las respuestas de la anfitriona siempre se encontraban adornadas con emoticonos que parecían pétalos de flor de cerezo. En otras ocasiones, he reconocido mi gran ignorancia botánica, ya que mis conocimientos en la materia se limitan a distinguir entre hierba, planta, arbusto y árbol, pero tengo debilidad por la flor del cerezo, aquella que ha hecho tan famosa a la región de El Jerte en Extremadura y a Japón. No hay anime costumbrista que se precie en el que, cuando corre una colegiala, no aparezcan en pantalla pétalos de cerezo sobrevolando el ambiente. Juraría que los veíamos cuando esperábamos en el andén de cualquier estación de tren del país nipón.

Después del buen trato recibido por Judit en Whatsapp, las expectativas estaban altas, pero la realidad no defraudó, porque todo resultó perfecto. Disfrutamos mucho del menú de invierno, de la breve conversación con el chef Taka que no tenía relación con la comida, de la sonrisa de Judit al conocerla en persona y de sus explicaciones concisas. No necesitábamos una descripción detallada de los platos que parecía tener una precisión cuasi científica, pero que en realidad ocultaba cierta vacuidad. Incluso utilicé con gusto el pequeño vaso para servirme cerveza porque me recordaba que todo lo relacionado con Japón es una suerte de miniaturas elegantes, desde los coches del tamaño de una caja de cerillas hasta las habitaciones que se miden por tatamis o el propio restaurante ovetense. 

La experiencia fue tan grata que no tardamos demasiado en degustar el menú de primavera, ya con amigos, con los que debimos haber ido en invierno, porque fueron ellos quienes nos hablaron del restaurante, pero nos adelantamos para celebrar nuestro aniversario como pareja. Los cuatro nos propusimos coleccionar todos los menús una vez que la inolvidable micro ralladura de yuzu se alojara durante varios días en nuestras fosas nasales, como niños que anhelan completar su álbum de cromos. Sin embargo, la temporada estival suele durar un parpadeo de los ojos, y por un pequeño descuido, hemos llegado tarde al menú de verano.  Nuestro Grand Slam gastronómico quedará inconcluso este año, pero de alguna forma nos resarcimos esta semana al acudir a las noches de ramen y lograr así reconciliarme con un plato que nunca se ha encontrado entre mis favoritos hasta ahora. Ya había oscurecido y al entrar parecía que estuviéramos en un episodio de Midnight Diner: Tokio Stories. Olía igual que en Japón, igual que en las casas de mis amigos japoneses de la infancia. Eso sí, por mucha alegría acumulada, me abstuve de celebrarlo con la mano en la entrepierna y besando a Judit. Creo que me entró pánico escénico en un local que no da pie a comportarse cual patán, si es que algún sitio lo da. Por algo el restaurante se llama Kômiwa, que significa «felicidad, belleza y armonía», es decir, libre de gañanes. Un lugar para quedarse a vivir.

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