De pozo en pozo

Cuando pensamos en el mal, tendemos a imaginarnoslo cual máquina implacable que funciona de forma ordenada y con un objetivo claro, sin fisuras. Solemos considerar que el mal, que el infierno, son los otros, como decía Sartre, para que, por eliminación, no nos salpique; y si los presentamos como nuestro enemigo, quedamos vacunados doblemente. Quizá por desconocimiento, le otorgamos una inteligencia y una capacidad organizativa que puede que no tenga. De este modo, da mucho más miedo.

Por ejemplo, en las películas norteamericanas sobre la guerra fría, pocas veces se veía a los comunistas con la guardia bajada, riendo amigablemente, contando chistes o cuidando de sus hijos. Parecían alerta en todo momento a cualquier posible violación del espacio aéreo, o intromisión de algún capitalista que se colara bajo el telón de acero después de levantarlo disimuladamente. Todo depende de lo que se muestre para generar una opinión determinada, porque los estadounidenses sí aparecían sonrientes mientras comían tarta de manzana en familia.

Supongo que la realidad sería bien diferente y la mayoría de los soldados soviéticos estarían pensando en sus cosas, en la vecina, en ponerse las zapatillas al llegar a casa, en la desgana con la que cuidaban sus arsenales nucleares, porque el costumbrismo siempre termina ganando a la épica y consigue desmontar cualquier atisbo de grandeza. Al final, este género es el único inexorable y aunque en ocasiones haya sido tratado con condescendencia, sólo se superará cuando las cucarachas sean lo único que sobreviva sobre la faz de la tierra y consideren innecesario contar sus miserias.

Lo mismo ocurría cuando en las novelas sobre la última guerra civil española se presentaba a los franquistas cual rodillo inclemente que allanaría Madrid, pero sin embargo, los nazis alemanes veían a los nacionales como un atajo de inútiles sin disciplina, el hazmerreír de los fascistas. Lo más seguro es que muchos falangistas estuvieran más preocupados por los cigarrillos que se iban a fumar, o salivando por el salchichón que acababan de conseguir que en derrocar a los republicanos.

Esta idea la reflejó Berlanga magistralmente en su película La Vaquilla, cuando dos soldados enemigos estaban dispuestos a intercambiarse de bando, ya que les resultaba más conveniente para visitar a sus familias y asistir al baile con sus novias.

El miedo amorfo y un tanto indeterminado siempre resulta más efectivo; no sea que al definirlo con nitidez, deje de ser tan temible, al menos en nuestra mente. España, Euskadi, izquierda, derecha y tantas otras palabras que se pueden utilizar como proyectiles de mortero según convenga. Si bien es cierto que no siempre conocer es amar, ya que hay ciertas cosas aborrecibles que nunca se pueden querer ni aceptar, por mucho que las hayas escudriñado, creo que el mero intento de comprenderlas apacigua en cierta medida el miedo que provocan.

Quizá uno de los primeros periodistas españoles que se imbuye en la grandeza del costumbrismo fue el decimonónico Mariano José Larra, aquel romántico que con veinte y siete años se pegó un tiro en su domicilio madrileño porque su antigua amante Dolores Armijo no abandonaba a su marido. Se encontraba en la cumbre de su carrera. Había conseguido triunfar con algo tan aparentemente sencillo como contar lo que ocurría a su alrededor, igual que lo hizo Charles Dickens en Inglaterra, coetáneo suyo.

Hoy en día, sigue habiendo buenos periodistas que siguen la estela de Larra. Los problemas son diferentes, quizá menos tangibles, pero desde mi punto de vista, lo interesante consiste en poder convertir la actualidad en literatura, o por lo menos hacerla un poco tuya. A Juan Tallón y a Sergio C. Fanjul les guardo un especial aprecio porque consiguen transmitir suspense con una persiana rota que nunca se llega a arreglar o transformar el Carrefour de Lavapiés de Madrid en casi un palacio, igual que Don Quijote veía en Dulcinea del Toboso a una bella princesa.

Jordi Évole podría ser otro ejemplo de reportero que nos muestra aquella realidad que no suele hacer acto de presencia en los telediarios. Con una mordacidad disfrazada de candidez, iba a manifestaciones en apoyo a los presos de la banda terrorista ETA para preguntarles lo que les rondaba por sus cabezas. Algunos le llamaban payaso, pero otros charlaban con él con cierta naturalidad y cuando sus discursos se caían solos cual castillo de naipes, soltaban argumentos irrefutables, ¡que ya estaba bien!, que el partido del Athletic iba a empezar, dejando entrever que se veían obligados a abandonar la conversación que estaban manteniendo para acudir a lo que realmente les importaba y de lo que sí podían hablar con propiedad. Lo dicho, el costumbrismo siempre gana.

En 2015, cuatro años después de que los terroristas vascos dejaran definitivamente la lucha armada, Jordi Évole entrevistó al etarra arrepentido Iñaki Rekarte. Yo no vi la entrevista en su día, sino hace dos años. Afortunadamente, ya ha pasado más de una década desde que el sinsentido que supuso el terrorismo de ETA dejara nuestras vidas, pero el testimonio me siguió pareciendo espeluznante, a la par que ha puesto de manifiesto una vez más la cierta sensación de chapuza que impregna a cualquier organización, la cual sólo sale a la superficie cuando se conoce un poco por dentro.

Yo sí creo que Iñaki Rekarte se arrepintió de lo que hizo cuando fue un terrorista. Si hubiera matado a alguien cercano a mi persona, no lo podría perdonar, pero no por ello deja de tener cierto valor su acto de contrición. Cuando habla, lo hace sin intentar eximirse de ninguna culpa, ni equiparar en ningún momento a las víctimas con los verdugos. Comprende que los familiares de los asesinados no quieran saber nada de él y duda de que a ellos les sirva para algo sus disculpas. A él sí le sirven, porque le ayudan a perdonarse a sí mismo.

Iñaki nació en Irún en 1971. Se crió en una familia en la que no se hablaba habitualmente de política. Su madre era catequista y su padre aunque no militaba, sí simpatizaba con la izquierda abertzale. En 1985, el progenitor había sido condenado a cinco meses de prisión por participar en la cuasi cómica huida de la cárcel de Martutene de los etarras Pikabea y Sarrionandia escondidos ambos en los bafles del cantante Imanol. Con catorce años, Iñaki acompañó a su madre a visitar a su padre a la prisión de Herrera de la Mancha. Poco más tarde empieza a coquetear con todo tipo de drogas, que en dicha época estaban al alcance de cualquiera. Junto a sus amigos, jugueteaban con el LSD e incluso la heroína. Antes de que el problema se le fuera de las manos, su amigo Juan Ramón Rojo comenta al padre de Iñaki del más que inminente vicio de su hijo y éste ingresa por un tiempo en Proyecto Hombre. Una vez rehabilitado, Juanrra, el mismo que evitó que Iñaki cayera en un profundo pozo sin fondo, le propone meterse en otro mayor, ingresar en ETA junto a José Ramón Goñi Ruiz, hijo del que fuera Gobernador Civil de Guipúzcoa, el socialista José Ramón Goñi Tirapu. Iñaki no tenía ideología alguna, pero según él mismo relató a Jordi Évole, lo hizo para ayudar, como quien dedica el fin de semana a arreglar el tejado de la casa de algún amigo y luego vuelve a sus quehaceres. Lo cuenta así, mientras se frota las manos, con ese gesto cotidiano de quien se dispone a realizar algo y al parecer sirve cual prolegómeno de que se va a tomar un café caliente un día de invierno o ingresar en una banda armada.

Tenían dieciocho años. Salían de fiesta, seguían viviendo en casa de sus padres, pero a la vez robaban subfusiles, ponían bombas lapa o se jugaban a cara o cruz quién mataba a los camellos que solían delatar a los etarras. Supongo que sus familias no tenían ni idea de lo que ocurría. Ya le advirtieron previamente a Iñaki de que no se metiera en líos, pero ya era demasiado tarde. Seguro que su madre le siguió poniendo la cena cuando Rekarte llegó a casa después de presenciar cómo su amigo Juanrra acababa de meterle dos tiros en la nuca a unos traficantes de poca monta, en la misma plaza de Urdanibia donde antes ellos mismos se ponían hasta las trancas. No eran el objetivo principal, pero como habían perdido la pista de los que vigilaban, encontraron a estos pobres desgraciados, subieron a por las armas y atentaron contra dos hermanos drogodependientes llamados Francisco y Alfredo. Francisco murió, pero Alfredo sobrevivió. Había conocido a Rekarte en Proyecto Hombre.

Tras su exitosa misión improvisada, quisieron ganarse el favor de sus jefes, los maduritos, como el propio Rekarte relata después. Emprendieron objetivos más ambiciosos y tras poner una bomba en el bar de un militar, huyeron a Francia, el santuario etarra de la época, donde los trataban como héroes. Los tocaban como si fueran estrellas del rock y uno se contagiara así de su aura. En Bretaña comían con el alcalde y se emborrachaban tranquilamente en la casa en la que se alojaban, la cual se encontraba muy cerca de la Gendarmería. La policía sabía perfectamente quienes eran, pero de aquella miraban hacia otro lado.

Fue en Francia donde Iñaki, Juanrra y José Ramón conocieron a Francisco Mugika Garmendia, alias Pakito, el histórico dirigente que primero ingresó en ETA político militar, la parte de ETA que quiso que el uso de las armas tras la muerte de Franco quedara supeditada a la vía política. Sin embargo, Pakito, posteriormente apoyó a ETA militar, la escisión que sobrevivió, la que dejó atrás cualquier reminiscencia intelectual que se le pudiera atribuir. El terrorismo pasó de ser un medio para conseguir sus objetivos a convertirse en un fin en sí mismo. Quizá ese fue el punto de inflexión de esta tragedia, cuando muchos siguieron creyendo en el cierto romanticismo que suponía una lucha armada contra el fascismo, pero resultaba que aquella guerra ya se había terminado hacía tiempo y unos locos se mantuvieron aferrados a unas siglas que ya no significaban lo que en un principio pudieron representar.

Iñaki cuenta como Pakito le ordenó que debían ir a Santander, ciudad que ninguno conocía y matar a quien pudieran, que los militares se encontraban por los bares. No habían planeado ningún objetivo concreto, ni recibido consigna alguna detallada, salvo unos esquemas dibujados con letra ininteligible de cómo preparar un coche bomba. Así de crudo se mostraba Iñaki en ese castellano tan propio de los vascos que confunden el condicional con el pretérito imperfecto del subjuntivo. Mientras lo contaba, resumía las instrucciones de este modo: “Vais a Santander y pa, pa, pa, pa”, haciendo un gesto de quien suelta una ráfaga con una ametralladora, ante los ojos atónitos de Jordi Évole. Parte de lo asombroso estriba en que no hubiera un plan, que fuera todo un poco improvisado, como el que sale por la noche a ver qué se cuece en la calle, como si Napoleón durante una velada de borrachera decidiera invadir Rusia y partiera a la mañana siguiente hacia el este con la Grande Armeé. El mismo Évole dijo que aquella entrevista fue la más difícil de su carrera hasta el momento porque él siempre se muestra empático con sus entrevistados, pero que en ésta se tuvo que contener mucho, porque a pesar de la familiaridad con la que Rekarte relataba los hechos, no dejaban de ser atroces.

El recién estrenado comando Santander se dirigió a la ciudad cántabra a principios de 1992 con tres millones de pesetas. Lo dirigía uno que más o menos parecía pasar por allí, llamado Iñaki Rekarte, que acababa de entrar en la banda hacía poco más de un año, pero era el que más experiencia tenía. Lo acompañaban una almeriense, llamada Dolores López Resina, que a su vez era independentista catalana y Luis Ángel Galarza, alias Koldo. Parecía que el pseudónimo, Luis en euskera, sólo valía para darle más empaque vasco al nombre de una persona que no había disparado en su vida y que ni siquiera sabía conducir. No tenían muy claro qué hacer, así que tras unos días, los supuestos izquierdistas decidieron atentar en el barrio obrero de La Albericia. Cargaron un Ford Fiesta a plena luz del día, poco a poco tal y como lo cuenta Rekarte. Me los imagino rascándose la cabeza mientras intentan comprender el esquema cutre de cómo preparar tu propia bomba: Cable, batería, explosivo. Sólo faltaba que mientras montaban aquel vehículo macabro, alguien conocido de Irún les parara y al preguntarles cómo estaban, hubiera respondido Iñaki: ¡Ya ves pues, aquí, tirando del amonal!

Las palabras de Rekarte puede que sonaran cínicas en televisión, como si se estuviera burlando de las víctimas al hablar con tanta espontaneidad y frialdad, pero yo intento verlas como un ejercicio de franqueza y sinceridad, porque en ningún momento esquiva ni justifica su pasado, tal y como sí lo hacen otros.

Aquello de infantil sueño de loco siempre me viene a la mente al pensar en en el terrorismo de ETA. Recuerdo cuando era niño y jugábamos a ser detectives. Preparábamos nuestros propios carnets, fichas policiales y toda la parafernalia asociada. Soñaba con gabardinas y sombreros Fedora. Más adelante crecí y aquel glamour del cine negro me pareció un tanto ilusorio. ¿No es acaso fantasioso jugar a liberar países de no se sabe bien qué en la Europa occidental de finales del siglo XX y principios del XXI? Si fuera sólo un juego, no estaría tan mal, pero lamentablemente no lo fue, porque cuando nos disparábamos de niños con pistolas de pistones en el mejor de los casos, los «muertos» volvían a levantarse para ir a merendar.

El 19 de febrero de 1992, Rekarte activa el dispositivo que hace estallar un coche bomba. Cuenta el detalle de cómo le cuesta esconder el mando bajo la ropa debido a sus grandes dimensiones y a la antena larga que debía desplegar. Duda, decide sacarlo en plena calle, apoyado en una pared, levanta el brazo y ya caída la noche, aprieta el botón que definitivamente marcaría su vida. Si bien el atentado iba dirigido al furgón de unos policías nacionales, asesinó a un matrimonio, Julia Ríos Ruiz (panadera, de 41 años) y Eutimio Gómez Gómez (calefactor del Hospital Marqués de Valdecilla, de 43), cuando iban a montarse en su coche. La pareja tenía dos hijos que quedaron huérfanos. También murió Antonio Ricondo Somoza de 28 años, que había terminado la carrera de Ciencias Químicas y pretendía casarse poco después. Así de absurdo y terrorífico fue todo. Había sido un atentado fracasado según pensó después Iñaki, cuando huía en moto y escuchaba las conversaciones de la policía con el escáner de frecuencia que tenían, pero igual lo hubiera sido de haber conseguido sus objetivos, porque en vez de llamarse Antonio, Julia o Eutimio, se hubieran llamado Juanito, Pepito o fulanito, también de edades dispares y con niños a los que nunca más llevarían al colegio. El análisis post atentado por parte de sus jefes fue gélido. Hablaban del retacado del explosivo, de aspectos tácticos, de un intento de aplicar eso tan de moda ahora de la mejora continua, incluso en la barbarie. Los consolaban diciendo que la próxima vez les saldría mejor. Rekarte confiesa que a pesar de haber oído sus nombres mil veces, no recuerda quienes son los que mató, incluso arrepintiéndose para toda la vida.

Era época de carnavales, así que el comando Santander se disfrazó y salió de la capital de provincias. Parece que incluso fueron de fiesta. De aquella, les daba igual que hubieran asesinado a gente inocente. Rekarte comentaba que iban a atentar de nuevo, pero que fallaron los detonadores. Se sentía asfixiado por la ciudad, que de algún modo quería expulsarlo, que se veía con la necesidad de calor humano. El mismo lo dice asombrado de lo que fue. “Parece mentira que yo diga que necesitaba calor humano”.

Llegaron en autobús a Bilbao y poco después fueron detenidos. Se habían dispuesto a jugar al ping-pong en algún bar, cuando entraron unos Guardias Civiles apuntándolos con pistolas de gran calibre. La de Rekarte se encontraba en la chaqueta que había dejado colgada, porque si la hubiese puesto entre el pantalón y la espalda, se vería mientras jugaba al tenis de mesa. Quizá fue lo que le salvó la vida, porque reconoce que de haberla tenido a mano, se hubiera liado a tiros con la policía. Les daba igual morir, les daba todo lo mismo. Tenían veinte años. Eran unos descerebrados que seguían las órdenes de unos chalados supuestamente más adultos.

“De una persona que manda a chavales de dieciocho años sin cabeza a matar a gente y a que mueran, ¿qué quieres que piense? Nosotros tenemos responsabilidades. Pero éstos, ya maduros, ¿para qué? Los conoces en la cárcel y piensas, si no eres más que un pobre hombre que no sabe ni cómo salir adelante en la vida.”

Una vez detenido, lo torturaron, pero él no parece hablar de ello con rencor. Reconoce que se hace así en todos los países y que la policía no tiene otra forma de sacar información muy valiosa. Lo asume casi deportivamente. Ya en la cárcel es cuando comenzó a odiar a España y a la Guardia Civil, pero más tarde se dio cuenta de que dicho odio no estaba justificado, que era ridículo, abstracto, que no lo sentía antes de entrar en prisión, que al ingresar en ETA sólo buscaba aventura, encontrarse con el Che Guevara y se vio junto a una panda de chiflados paletos. Lo más triste es que ni siquiera el Che fue tan Che, ni el Cid Campeador fue tan Cid. También reconoce que fue en su celda cuando empezó a estudiar la historia de su pueblo, la que desconocía y por la que supuestamente había matado. Se dio cuenta de la sinrazón, como quien se despierta de una juerga loca y al enseñarle los vídeos de las insensateces de la noche anterior, sólo puede sentir vergüenza y arrepentimiento. Aun así, al principio de su condena, seguía las órdenes que la dirección de la banda daba desde fuera. Recibía a las chicas abertzales que lo visitaban cual ídolo y con las que mantenía relaciones. No me extrañaría que las féminas tuvieran su foto colgada en sus cuartos con una chincheta o en la carpeta del colegio, igual que otras chicas tendrían la de Tom Cruise o cualquiera que saliera en la revista Súper Pop. La locura colectiva que supuso el terrorismo vasco fue estremecedora y cruel, pero el costumbrismo sigue colándose por cualquier rendija. Siempre lo hace.

Rekarte se unió a las huelgas de hambre en pos de la causa patria, pero veinte años después cuenta a Évole lo absurdas que fueron, que sólo sirvieron para hacerles un agujero en el estómago, que no arreglaron nada y que además se sintió como un imbécil cuando alguien desde su sillón en Euskadi o Francia les ordenaba que se quedaran un mes sin comer, mientras ellos vivían sus vidas tranquilamente. Desde la cárcel se sentía utilizado cuando oía aquello de: “¡ETA mátalos!”. Él respondía con un contundente: “Mátalos tú y luego pásate veinte años en prisión pensando en lo que has hecho”.

Si su amigo Juanrra fue quien lo sacó de la droga, una gaditana fue quien consiguió desligar definitivamente a Rekarte de ETA. Se llama Mónica García Paredes. Trabajaba como asistenta social en la cárcel de Puerto I en Cádiz, donde habían trasladado a Iñaki. Se conocieron en torno al año 2003 y se enamoraron a medida que pasaban más tiempo juntos. Ese fue el momento decisivo para desconectar definitivamente con ETA, a pesar de que Santi Potros, otro histórico de la banda, lo presionaba para que dejara a la que podría ser una infiltrada del enemigo. Rekarte hizo caso omiso y aunque temía acabar sus días como Yoyes, la etarra que fue asesinada cuando lo intentó dejar, no cejó en su empeño. Empezó a conocer íntimamente a una andaluza que no se parecía al demonio tal y como pensaban muchos de su entorno independentista miope. Suele ocurrir. Una vez escuché: “Odio a todos los estadounidenses, salvo los que conozco personalmente”.

Él le mandaba flores a ella a través de un familiar en Irún y hablaban cuando podían, separados por un cristal. Mientras estaba cumpliendo condena, nació su primer hijo. Lo llamaron Iñaki, gaditano para más inri. Fue fruto de unos vis a vis con micrófonos y en los cuales Rekarte bromeaba con los funcionarios de prisiones sobre lo que escuchaban en esos encuentros. “¡Qué!, ¿os ha gustado hoy?” El propio Rekarte dice: “manda cojones que yo tenga un hijo gaditano, y muy orgulloso que estoy”. La familia de Mónica al principio no comprendió a su hija, que finalmente tuvo que dejar el trabajo como asistenta social en instituciones penitenciarias. La policía la vigilaba y al parecer, una vez le quitaron el bolso, pero sólo encontraron cartas de amor. No hallaron ni planes de fuga, ni consignas políticas.

Los funcionarios de prisiones trasladaron a Iñaki a Salamanca para intentar separarlos, pero Mónica lo siguió, aunque su familia pensara que había perdido la cabeza. Un concejal muy simpático del PP, según palabras del propio Rekarte, los casó en 2006. Diez familiares fueron a la ceremonia. Se recitaron versos en euskera y a la celebración posterior no acudió el novio, por razones obvias. La familia de Mónica, cristiana practicante, ya había aceptado a Iñaki tras un difícil ejercicio de digestión.

En aquel momento, Rekarte empezó a escribir comunicados en contra de ETA y su trabajo en prisión servía para comenzar a pagar la indemnización económica a las víctimas.

“No existe razón alguna que justifique las barbaridades que en nombre de ETA muchos ciudadanos hemos cometido durante décadas. Pido perdón a las víctimas que causé, entiendo lo duro y casi imposible que tiene que resultar convivir con ello y perdonar a quien te ha destrozado la vida para siempre. Jamás volveré a utilizar la violencia contra otro ser humano. Tampoco la justificaré, ni callaré frente a quien persista en ella, mi otro gran error en la vida.”

Tras sucesivos traslados, primero a la cárcel de Villabona en Asturias y luego a la de Nanclares en Álava, recaló en la cárcel de Martutene en Guipúzcoa. En Irún vivía Mónica con su hijo, sola, alejada de Cádiz. Fue precisamente en Álava donde Iñaki se acogió a la vía Nanclares que pretendía reinsertar a los presos. En dicho proceso, Rekarte conoció a la viuda de un asesinado por ETA. Le sorprendió que hablara sin odio, sin rencor, que incluso la mujer se apiadara de los asesinos de su marido cuando murieron más tarde manipulando explosivos para futuros atentados. También intercambió correspondencia con la hermana de los dos drogodependientes Francisco y Alfredo. Conoció de primera mano que la madre de los dos hermanos murió de pena y el propio Alfredo de SIDA.

En 2009, Iñaki disfrutó de sus primeros permisos para salir de prisión. Poco a poco se iba integrando de nuevo en la sociedad y llegó a trabajar de jardinero por el día para después volver por las noches a dormir a su celda. Parecía que había recuperado una profesión abandonada por una aventura disparatada. Cuando finalmente salió de la cárcel en 2013, tras acogerse a la doctrina Parrot y pasar media vida entre rejas, la familia Rekarte García se trasladó al norte de Navarra a regentar un bar que llamaron Ekaitza, que significa tormenta.

En 2015, Iñaki parecía asumir la losa que lleva consigo, sin renunciar a su culpa o repartir responsabilidades que únicamente le corresponden a él. Su antiguo entorno lo rechazaba por traidor y el resto por considerarlo, con razón, un asesino. Le da exactamente igual si Euskadi se independiza o no de España. Su alma quedó en un limbo por el resto de su vida, pero él lo acepta.

Un periodista escribió un libro sobre sus andanzas, las cuales sirvieron a Fernando Aramburu para inspirarse, porque las similitudes entre Iñaki Rekarte y el personaje de Joxe Mari de la novela Patria son más que evidentes. Lo que no se cuenta en ninguna serie de HBO es la triste noticia de que en 2018, Rekarte fue detenido por incumplir la orden de alejamiento a su esposa Mónica por supuestos malos tratos. Parece que Iñaki Rekarte no puede vivir su vida si no es metiéndose y saliendo constantemente de hoyos varios. Parece que no cumplió con aquello de no utilizar jamás la violencia contra otro ser humano y considero curioso que la misma persona que lo saca de un problema sea la que se vea involucrada de alguna forma en el siguiente, ya sea como cómplice o víctima. Si realmente ha maltratado a su mujer, quizá dentro de diez años vuelva a arrepentirse y hable de la lacra que supone la violencia machista con esa mezcla de naturalidad terrorífica a la par que campechana, pero dudo que la vida le brinde tantas oportunidades. Ya no creo que me atreviera a abusar del costumbrismo, tal y como vengo haciendo a lo largo de todo el relato.

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